Hoy quisiera hablarles de mi experiencia acerca de vivir la fe en una comunidad, palabra ante la cual muchos hoy en día, en la propia Iglesia, ponen cara de chino. Vaya por delante que es eso, mi experiencia, por si a alguien le puede servir o ayudar; no busca más pretensiones.
Principalmente, debo escribir sobre mis hermanos. Dice una canción de Marcos Vidal:
“No son muchos pero Dios los puso ahí.
Un poquito más cercanos, me los regaló a mí.
Para hacerme comprender un poco más
el calibre del Amor de mi Padre celestial”.
Está claro que fue Dios quien los puso ahí. Probablemente, yo los habría buscado de otra forma: más “afines” a mí. Y me habría equivocado, pues de haber sido así, estaría en un sitio muy cómodo, escuchando lo que me gustaría escuchar. Pero no estaría en la Verdad.
Sí, estos hermanos vienen a sacarme de la comodidad, de mil maneras diferentes. Me hacen ver mi incapacidad para amar, cuando no los acepto tal cual son, como Dios hace conmigo. Denuncian las incoherencias de mi vida, los errores ante los cuales no soy capaz de abrir los ojos, por mal que me siente. Descubren mi pereza, mis deseos de guardarme la vida, y me empujan a salir de ella, a gastarla en el servicio a los demás, por la construcción del Reino de Dios. Así que uno podría decir, ¡son un verdadero incordio! Y sin embargo, son las manos por las que el Padre alfarero moldea mi corazón a su imagen.
Pero no son manos ásperas, sino suaves para acariciar, a la par que fuertes para sostener. Porque también cuidan de mí y me quieren, aunque me conocen bien. Saben de mis debilidades y pobreza; no sólo la conocen, sino que la han sufrido. Y siendo así me siento amado por ellos. También libre, pues al contrario que ante el resto del mundo, no tengo que dar talla alguna; me quieren auténtico. Sacan lo mejor de mí.
Es el lugar donde el Señor me cura de las heridas que mi propio pecado me causa. Es mi descanso, es mi fortaleza. Es la armería donde Dios me rearma para emprender cada día la batalla.
No piensen que es algo idílico. Nuestra miseria hace que una y otra vez nos empeñemos en estropear este increíble tesoro que Dios ha puesto en nuestras manos. Hay problemas, sufrimientos, dificultades, incertidumbres. Pero la voluntad del Señor es fuerte e inquebrantable, y su gracia sostiene a este resto de Israel, para su mayor gloria.
He visto muchos milagros aquí. Dios actúa con poder en la vida de estos hermanos, y en la mía propia. Lo hace en lo material, para que aprendemos a buscarle a Él, para que aprendamos que lo demás se dará por añadidura. Y desde luego en lo espiritual. Son los mismos que conocí en la adolescencia: igual de torpes, igual de necios. Como yo mismo. Y sin embargo, cada vez están más llenos de su luz y más transformados por Él. Qué hermosos ancianos serán un día.
En esta comunidad han nacido y crecen nuestros hijos. Es la mejor herencia que podamos dejarles: un sitio donde vivir la fe.
Las puertas están abiertas: para que descanse el que llegue agotado de la vida, beba el sediento, coma el hambriento, se cure el enfermo. No hay que pagar entrada, ni contrato de permanencia. Se puede parar para seguir luego camino. Mas el que quiera quedarse, será más que bienvenido.
Como decía aquel, “pasen y vean”. Les aseguro que no será fácil, pero si sienten la llamada o les pica la curiosidad, es una aventura de Dios que merece la pena vivir…