Entre el poderoso arsenal que llevo colgado al cuello figura la medalla del Espíritu Santo que me regalaron unos buenos amigos el día de mi boda. Desde entonces, y han pasado ya bastantes años, no me la he quitado ni para ducharme.
Tenemos también en casa una tórtola blanca que nos regaló el padre Salvador, exorcista de la diócesis de Cartagena, en una de las ocasiones que estuvimos en su residencia de Murcia. Me gusta cogerla de vez en cuando para acariciarla. Además de simbolizar la paz y la pureza, “Pía”, como bautizaron mis hijos a la tórtola en recuerdo del Padre Pío, me hace pensar en el Paráclito. Le invoco a menudo, y desde luego siempre antes de ponerme a “tocar el piano” en el ordenador.
Cada mañana, al despertarme, rezo esta oración de consagración al Espíritu Santo. Si no la “has probado”, te animo a que lo hagas y comprobarás tú mismo el resultado. Si uno está en gracia de Dios, su eficacia es del ciento por uno, y no digamos ya en estos tiempos de tanta confusión.
Dice así:
“Recibe, ¡oh, Espíritu Santo!, la consagración perfecta y absoluta de todo mi ser, que te hago en este día para que te dignes ser en adelante, en cada uno de los instantes de mi vida, en cada una de mis acciones: mi Director, mi Luz, mi Guía, mi Fuerza y todo el Amor de mi corazón.
“Yo me abandono sin reservas a tus divinas operaciones y quiero ser siempre dócil a tus santas inspiraciones.
“¡Oh, Santo Espíritu!, dígnate formarme con María y en María según el modelo de tu amado Jesús.
“Gloria al Padre Creador, Gloria al Hijo Redentor, Gloria al Espíritu Santo Santificador. Amén”.
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