Cuando hoy contemplamos el minúsculo estado del Vaticano cuyas invisibles fronteras transcurren a lo largo de un puente que lo separa de la ciudad de Roma, cuesta creer que dicho estado no siempre haya tenido tan tenues dimensiones sino que por el contrario, se extendiera por buena parte de la Península Itálica. Cómo el Reino del Papa había llegado a tener dimensiones tan extensas es todo un temazo, al que prometo entregarme de lleno algún día. Pero hoy, y aprovechando la propicia coincidencia de la fecha que da título a nuestro artículo del día, haremos eso que se da en llamar “empezar la casa por el tejado”, refiriéndonos, por el contrario, a cómo se produjo el final de ese estado de medianas dimensiones que se dio en llamar “Estados Pontificios”.
Como con cualquier otro proceso histórico, podemos poner su comienzo en cualquier momento. Me parece que hacerlo en este caso en dos años casi consecutivos, 1846 y 1848, es bastante acertado.
1846 porque en ese año Pío IX, último papa al que podemos llamar con propiedad Papa-Rey por aunar en sí la doble condición de vicario de Cristo y soberano de un estado de medianas dimensiones, es elevado a la silla de Pedro. Cuando ello ocurre, los llamados Estados Pontificios abarcan una superficie no muy distinta de la de nuestra Galicia, y se extienden por toda la comarca romana en el oeste, con su capital en Roma, y un pasillo que atraviesa la Península Itálica hacia el este, al Mar Adriático, con las regiones de Umbría (capital Perusa, Perugia en italiano), las Marcas (principal ciudad Ancona), y la Romaña (capital Bolonia).
¿Sus vecinos? Al sur, el reino borbónico de las Dos Sicilias. Al oeste, los reinos de Toscana y Módena en manos de candidatos habsbúrgicos. Y al norte, la Lombardía-Véneto, anexionadas al Imperio Austro-húngaro. Cientos de kilómetros al noroeste todavía, otro reino recóndito, el Reino de Piamonte, más propiamente denominado de Cerdeña-Piamonte, en el que reina la Casa de Saboya, demasiado lejano como para que quepa temer amenaza alguna de él. ¿O no?
1848 porque es un año crucial de la historia europea, con la publicación de “El Capital” de Carlos Marx, y la proliferación de revoluciones por todo el continente, la Revolución francesa de 1848, el Märzregierungen en Alemania, la Guerra de Schleswig-Holstein, la Revolución siciliana de 1848, las diversas revoluciones en los reinos de los Habsburgo, la Revolución de Valaquia, las Tormentas del 48 que llamó Galdós en España... entre las que una de las más originales la ocurrida en Roma, donde una revolución proclama la II República Romana y obliga a Pío IX a abandonar la Ciudad Eterna, cosa que ocurre en noviembre de dicho año. Una situación efímera, pues año y medio después, el 12 de abril de 1850, con el apoyo francés, el Papa regresa a Roma.
La situación sin embargo no se calma, pues en el rincón más lejano de los Estados Pontificios, la Romaña se levanta contra la autoridad papal y se adhiere al Piamonte, que ya ha hecho suya la causa de la unidad peninsular italiana con la conquista primero de la Lombardía, y luego de las regiones occidentales de Módena y Toscana (1861), antaño en poder de los Habsburgo, que tras levantarse contra el Imperio, solicitan la incorporación al pujante Piamonte.
El rey piamontés Víctor Manuel II de Saboya solicita al Papa la entrega de las regiones fronterizas, Umbría y Marcas, a lo que, como cabía esperar, Pío IX se niega. Las tropas papales son derrotadas en Castelfidardo el 18 de septiembre de 1860 y en Ancona el 30 de septiembre, y las regiones en litigio son anexionadas. Mientras, el proceso de unificación italiana sigue avanzando hacia el sur en detrimento del reino borbónico de las Dos Sicilias, conquistado por el célebre Giuseppe Garibaldi (1861). Poco después, también cae el Véneto arrebatado a Austria (1866).
Los Estados Pontificios, reducidos a la ciudad de Roma y al Lazio, constituyen el único territorio de la Península Itálica que no forma parte aún del nuevo reino italiano, y lo que es aún peor todavía, apenas goza de la pobre protección de las tropas francesas. Y digo pobre no porque el destacamento francés no sea lo suficientemente disuasorio, o porque los gabachos, esta vez, no se comporten de una manera mucho más leal de lo que lo habían hecho en tiempos de Napoleón, -de hecho, en hasta dos ocasiones repelen los ataques de Garibaldi, en 1862 y en 1867-, no, sino por cuanto en 1870 estalla la Guerra Franco-prusiana, -cuyo detonante por cierto no es otro que la de proveer de un rey al vacante trono español-, el emperador francés Luis Napoleón III se ve obligado a disponer de todos sus efectivos militares, entre los cuales las divisiones romanas, dejando así desguarnecida la ciudad papal. Si a ello unimos la buena alianza que tiene concertado el Reino de Italia con la Prusia del Canciller Otto Von Bismarck, verdadero señor de Europa, que le garantiza las espaldas, la oportunidad de los piamonteses para actuar sobre las posesiones pontificias no puede ser más propicia: es ahora o nunca. Y será ahora.
El gobierno italiano espera para mover ficha hasta el derrumbamiento del Segundo Imperio Francés en la batalla de Sedán. Víctor Manuel II entonces le propone a Pío IX una entrada pacífica en Roma a cambio de protección, algo a lo que el Papa se niega. El ejército italiano entonces, dirigido por Raffaele Cadorna sitia Roma. El Papa fuerza una resistencia poco más que simbólica. El 20 de septiembre, es decir, hace hoy exactamente 143 años como reza el título del presente artículo, el ejército italiano abre una brecha en la Muralla Aureliana (Breccia di Porta Pia), con un pobre balance de víctimas que apenas alcanza unas decenas y da cuenta de lo estéril de la resistencia. Convocado un plebiscito, Roma y el Lacio se unen al nuevo Reino de Italia. Roma será la nueva capital del Reino de Italia. Víctor Manuel ocupa el Palacio del Quirinal y ofrece a Pío IX una indemnización y mantenerle como gobernante de la Santa Sede, pero el Papa se niega y se declara a si mismo prisionero en el Vaticano.
Hubieron de pasar todavía nada menos que 59 años hasta que el 11 de febrero de 1929, otro pío, Pío XI, y Benito Mussolini, suscribieran los Pactos de Letrán, en virtud de los cuales, la Iglesia reconocía a Italia como estado soberano, y ésta hacía lo propio con la Ciudad del Vaticano, pequeño territorio independiente de cuarenta y cuatro hectáreas bajo jurisdicción pontificia. Pero eso es ya harina de otro costal que no corresponde amasar hoy, sino otro día que venga más a cuento. Y lo habrá, querido lector, ya lo creo que lo habrá.
El Tuit del autobús: “Desengáñese, amigo lector, hasta las guerras pueden ser progres o fachas: con los mismos motivos, con los mismos dictadores, con las mismas circunstancias, en los mismos escenarios, la guerra de Irak fue facha, la de Siria será progre”.
©L.A.
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