Creer en Dios pero no en la Iglesia es como creer en la floración pero no en la petunia so pretexto de que los sépalos, los obispos, van a lo suyo y de que los estambres, los sacerdotes, sólo piensan en la polinización por lo que tiene de sexo seguro, ya que siempre pueden achacar la responsabilidad del embarazo a la abeja. De resultas de esta percepción errónea del clero parte de los católicos no comulga con el que reparte la sagrada forma.
El éxito del cliché anticatólico entre los propios fieles se deriva de su simplicidad. Cierto que el cliché es al análisis lo que el calcetín de nylon al jersey de angora, pero le aventaja en que no hay que lavarlo a mano y no se arruga. El creyente escéptico considera que para creer en Dios no hay que hacer ningún esfuerzo, en tanto que para creer en su cuerpo místico el tronco tiene que demostrar que ha arraigado, la cabeza que está bien amueblada y las extremidades que hacen camino al andar.
La Iglesia cumple de sobra las tres exigencias, pero el creyente escéptico ha convertido el estereotipo en dogma porque le conviene, ya que busca llegar al Padre sin pasar el engorroso trámite de compulsar su fe. Huelga decir que si el creyente escéptico intenta hablar con Dios sin pasar por la centralita es porque ha asimilado la idea laica de que orar es un acto íntimo en vez de un gozo compartido.