Equiparar a la congregación para la doctrina de la fe con el comité de disciplina de un partido político induce al error de considerar que también en la Iglesia católica el que se mueva no sale en la foto. Lo que equivale a comparar a Ratzinger con Alfonso Guerra. El laicismo considera probadas las consecuencias en la teología de la liberación, a la que otorga rango de presa política.
De ahí que tras la audiencia concedida por el Papa a su fundador, Gustavo Gutiérrez, el laicismo analice el encuentro como si se hubiera reunido directamente con Lenin. Omite, no obstante, que, a diferencia de otros ilustres miembros de la corriente, el dominico no planteó nunca el uso de la fuerza en su defensa de los pobres. Más que nada porque poner la otra mejilla es justo lo contrario que partir la boca.
Al laicismo, engañosamente equidistante, le gusta imaginar que al final de la audiencia papal ambos entonaron Ay Carmela para contentar a la vez a la Virgen del Mar y a las brigadas internacionales. Lo que significa que esta gente no entiende la imposibilidad de casar la paz de Dios con la guerra. Aunque sea a los ricos. Por eso echa de menos a un Papa que reviente las reuniones del G-20 armado con canana, poncho y octavillas.