Estos días que estoy en el “dique seco” recuperándome de una inoportuna enfermedad, me encuentro con esta oportuna fábula de González Lobato, que nos habla de la estrella sola que evoca la soledad de un parón en tu vida normal. En realidad no estoy solo. Buenos amigos te traen la “medicina” de la compañía. Pero hay momentos que son solo tuyos, y te enfrentas a la soledad de ti mismo con Dios y tus proyectos en marcha que esperan tu presencia. Hay cosas que solo las puedes hacer tú. Y hay que armarse de paciencia y pensar que el mundo no se para porque tu no puedas empujarle. Te dejo con la historieta.
Nos habíamos perdido en el monte tropical, cuando aún no había entrado nadie después de las lluvias. De noche. Atravesábamos la selva en la oscuridad más absoluta, no sólo por la ausencia total de luna, sino por la sombra de los árboles, bajo cuyo follaje avanzábamos. Por él, a veces, lograban asomarse brillantes estrellas. Sin veredas, sin huellas anteriores, sin rastro de ningún género, caminábamos por los quebrados lechos secos de los arroyos, únicas vías penetrables, con el afán de salir de aquel laberinto de sombras.
Plena advertencia de nuestra desorientación. Sombras gigantescas de montes insospechados. Cansancio, horas y horas de andar. Indecisas vertientes que no saben decir si suben o bajan. Frío.. El grito del búho que rasga: el silencio.
Por fin, ya avanzada la noche, salimos al llano. La tenue luna, que se había levantado por donde no esperábamos, durante nuestro andar errante, nos enseñó pronto las veredas.
II
Con la seguridad del camino encontrado nos sentamos para recobrar fuerzas.
Me sorprendió ver toda esa inmensa zona oriental del cielo, ahora vacía de estrellas.
Era un cielo negro, profundo, terso. Barrido de estrellas.
Silenciosa e inalterada oscuridad que recortaba en su parte inferior la silueta aún más negra de los montes. Sin que nada rompiera su limpia y extensa negrura.
Comenzó a salir en ella la estrella de la mañana.
Sola.
Terriblemente sola.
Como si brotara de las cimas lejanas.
Brillante, luminosa, gigantesca. Parecía que alumbraba suavemente la Tierra. Cristalina, pura, virginal.
Terriblemente sola.
Así inició su ascenso por el cielo. Internándose sola, absolutamente sola, en la oscuridad.
Mayestática, insinuante, silenciosa.
Sola.
¡Cómo destacaba su hermosura en la negra y vacía ausencia, amplia y profunda!
En aquella madrugada, cuando en la Tierra todo dormía, el cielo daba una lección a los hombres. Yo tuve la suerte de estar despierto.
Así voy yo por la vida.
Solo. Así vas tú.
Todas las cosas que te hacen compañía forman un cortejo meramente aparente. Por debajo y por encima de esa apariencia, vas solo.
Terriblemente solo. Absolutamente solo.
Tú tendrás muchos amigos que se preocupan por ti, que por ti harían cualquier cosa. Agradéceles mucho que te quieran. Pero en el compromiso de tu vida no pueden reemplazarte. Eres tú el que vives. Es un viaje personal.
Nadie por ti podrá vivir tu vida. Nadie por ti podrá morir tu muerte.
Vas solo.
Como el lucero de la mañana internándose solo en la noche, en aquella noche desierta y despojada de estrellas.
Advierte esta verdad. Haz un esfuerzo por palpar el fondo de esa fingida y bulliciosa compañía que te rodea en la vida. Contempla tu personal y silenciosa soledad.
Siente el consuelo de saber que los ojos de Dios están atentos a tu marcha, como estaban los míos a aquel lucero solitario, como si no tuviera otra cosa que mirar. Ni un afecto del alma, ni un latido del corazón escapa a su atención, mientras viajas solo, absolutamente solo, en ese firmamento siempre inexplorado de tu vida, en esa silenciosa oscuridad sin compañía, y siempre nueva, de tu muerte.
Consuelo y responsabilidad. No le ocultas nada. Sus ojos están atentos, como si no tuvieran más que mirar.
III
Comenzamos a andar de nuevo, ahora con el lucero a las espaldas.
Estábamos más lejos de lo que imaginábamos. Larguísima caminata por las veredas del llano.
Me paraba de vez en cuando y me volvía para contemplar la estrella.
Cada vez que la miraba, más alta la encontraba, más desprendida del suelo, más subida en el cielo.
Volvía a andar y, mientras andaba, pensaba, cómo aprovechaba el tiempo la estrella. Para ella no pasaba en balde.
No se entretenía, no se desviaba.
Me acordé, por contraste, de los ríos de polvo, de las lejanas cenizas de muertos remotos.
Nunca faltan pretextos nobles que, aunque nobles, nos hacen olvidar la subida.
Yo sé, amigo, estrella solitaria, que tienes muchos problemas. Problemas que
te entretienen, que te distraen... Pero siempre tendrás sólo un problema:
Subir y subir, con afán de altura.
Es posible que estas letras te encuentren parado, varado, anclado en la subida.
Quizá bajando, como los astros en el ocaso, con las espaldas vueltas al cielo, cayendo sobre el suelo.
Nunca sorprendí detenido al lucero en la subida.
Todas las cosas -todas las cosas son tiempo- le servían para subir y subir. Si alguna vez le hubiese hallado quieto, me hubiera impresionado por recordarme las estúpidas distracciones por los problemas que me salen al paso y me dejan después.
Avanzaba la madrugada y el lucero subía sin cesar.
IV
Poco a poco fue apareciendo la aurora, tímida al principio, clara más tarde.
Como si siguiera al lucero, como si éste la arrastrara tras de sí.
Pensé en los hombres de nuestros días, que son de noche. En los que tienen la gallardía de ponerse en camino, solos, hacia Dios. Ellos, al subir, traerán consigo la aurora. Ya está comenzando a apuntar.
V
Se hizo de día.
La estrella se perdió en el cielo.
Había cumplido su misión.
Un nuevo día alumbró la Tierra. Todo lo que eran sombras cobró su sentido, su color y su forma. Los campos se llenaron de luz y de alegría.
Y en el cielo se perdió la estrella.
Desapareció ante la nueva luz que ayudó a traer al mundo.
No era ella misma el fin de su viaje.
No esperó aplausos humanos. Ya estaba en el cielo.
VI
Un nuevo día. Ya apunta la aurora. La noche va a quedar atrás.
Por delante van, internándose en el cielo, los hombres de las avanzadillas.
En estas páginas, querido amigo, estrella solitaria, quiero insinuarte el Camino.
(Juan Antonio González Lobato)
La moraleja que la saque cada cual, y obre en consecuencia.