Existe un amor a si mismo…, ordenado y supeditado al amor a Dios, que denominamos amor propio positivo, en contraposición al amor propio desordenado y egocéntrico que denominamos amor propio negativo.  El egocentrismo es sin duda alguna, un vicio. Y como todo vicio está generado por una conducta de quebrantamiento sucesivo de la voluntad divina, es decir por un continuo pecado. El egocentrismo, es una variedad del egoísmo. En otras palabras, diremos que consiste en la idea de una persona, que desea y piensa que todo debe de girar alrededor de ella, Aunque ella no lo diga, si se manifiesta el egocentrismo, por los actos y palabras, del que es egocentrista, ya que él o ella piensan que lo único importante en el mundo es ella o él.

            Fulton Sheen, escribe diciendo: El ego es lo que nosotros pensamos ser; el yo es lo que en realidad somos. El ego es lo que querríamos parecer a los demás; el yo es lo que parecemos ante nuestra honesta conciencia y ante Dios. El ego es la pared que encierra y aprisiona al verdadero yo, y cuanto mayores son sus prejuicios, sus falsos sentimientos y sus ideas erróneas, tanto menos se permite conocer al verdadero yo. La recia cáscara del ego impide a los mejores influjos humanos, desarrollar nuestro carácter, así como obstaculiza el que influjos divinos, tales como la gracia actual, operen en nuestra alma. El ego es el niño malcriado que tenemos dentro, egoísta, petulante, bullicioso y mal criado. Es la creación de nuestros errores en el vivir. ¡El yo es nuestra personalidad hecha a imagen y semejanza de Dios! Mientras el ego, está hecho a imagen y semejanza del espíritu del mundo donde vive, el yo, está hecho a imagen y semejanza de Dios eterno.

            San Agustín dice que en la tierra existen, y existirán hasta el fin del mundo, dos grandes reinos. La frontera entre ellos no divide a los hombres, ni tampoco a las sociedades, sino que se encuentra en el interior de cada alma humana. Dos amores crean estos dos reinos: el amor propio llevado hasta el desprecio de Dios (Amor sui usque ad contemptum Dei), y el amor de Dios llevado hasta el desprecio de uno mismo (Amor Dei usque ad contemptum sui).

            Cuando el ego domina nuestras vidas, culpamos a otros por pequeñas faltas y excusamos nuestras grandes faltas. Vemos la paja en el ojo ajeno e ignoramos la viga en el nuestro. Hacemos daño a otros y negamos que exista culpa en ello; otros nos dañan y decimos que deberían de haber sabido lo que hacían y deben de ser castigados. Odiamos a los demás y lo llamamos celo. Lisonjeamos a otros, por lo que puedan hacer por nosotros y llamamos a esto “amor”; les mentimos y lo llamamos tacto. Somos lentos para defender los derechos de Dios en público y lo llamamos prudencia…y así otras muchas alteraciones de la realidad mediante eufemismos que nos benefician.

            El hombre necesita siempre amar y cuando su amor no lo vuelca en Dios y en los que le rodean, se busca a sí mismo y refuerza su ego, apagando su yo, porque es su yo el que carece del amor propio que tiene su ego. Y debemos de pensar y amar a los demás, porque como escribía, Benedicto XVI, cuando aún era cardenal Ratzinger: “Todo hombre existe en sí y fuera de sí; cada hombre existe al propio tiempo en los demás, de suerte que lo que ocurre en un individuo repercute en la totalidad de la humanidad, y lo que ocurre en la humanidad sucede también en él”. Formamos todos parte del Cuerpo místico de Cristo y todo el mal y el bien que realicemos repercutirá en ese cuerpo del que formamos parte, por que como se dice, cuando se habla del cielo y del infierno, la gente se salva y se condena en racimos. El yo tiende a la pertenencia de ese cuerpo místico, nuestro ego tiende a escapar de esta pertenencia.

            Si nos preocupa el estado de este mundo y creemos que hay que reformarlo. Tal como piensa un gran número de personas, hay que decirles a ellas, que la reforma del mundo tiene que comenzar por la reforma personal de cada uno de nosotros mismos. Y el primer paso que hemos de dar para la reforma, es el de eliminar nuestro propio ego preocuparnos de verdad, no preocuparnos por otras personas y utilizarlas y manipularlas, lo cual es el resultado de un ego que trata de mantenerse como sea en el centro de todo lo que nos rodea.

            Muchas veces a lo largo de nuestras vidas necesitamos ayuda de todo orden, para la resolución de nuestros problemas, y es entonces cuando prioritariamente nuestras mentes piensan en otras personas que por su situación en esta vida pueden echarnos una mano, Buscamos la ayuda o el apoyo en las personas o en las cosas al margen de Dios, y dejas de buscar la voluntad divina y te encierras en el reino ilusorio de tu propio ego. Es entonces cuando, nos dice Slawomir Biela, tienes que fortificar tus fronteras delante de Dios, que quiere conducirte a la Luz de su voluntad, obsequiándote con su amor,

            Es verdad, que hay una puerta estrecha para entrar en la gloria divina, tal como nos dice el Señor, y esta puerta estrecha no es otra cosa, que renunciar a nuestro ego, aceptando nuestro yo que quiere buscar a Dios antes que buscarse a uno mismo, que supone muchas veces renuncias, que a veces no se cumplirán renunciar a nuestros planes, nuestros sueños, nuestras ilusiones. Esto supone, como muy bien decía la Madre Teresa de Calcuta, vaciarme de mí para llenarme de Ti, para llenarme definitivamente de lo que Tú amas, de lo que Tú quieres, que no es otra cosa, Dios mío que el bien de los hombres.

            Para poner de manifiesto la necesidad que tenemos de matar nuestro ego, Jean Lafrance, en su libro “Cuando oréis decir Padre…” recoge un pensamiento del P. Guibert, que dice: “Que se examine la vida de los santos fracasados, me refiero a los sacerdotes, religiosos o simples fieles, excelentes, fervorosos, celosos, piadosos y entregados pero que no han sido santos a secas. Se constata que lo que les ha faltado, no es ni una vida interior profunda, ni un sincero y vivo amor de Dios y de las almas, sino una cierta plenitud en el renunciamiento, profundidad de la abnegación y totalidad del olvido de sí, que les hubiera entregado totalmente a la obra de Dios en ellos. Amor a Dios, alabarle, cansarse, incluso matarse por su servicio, son cosas que atraen a las almas religiosas; pero morir del todo a sí mismo, oscuramente en el silencio del alma, desprenderse, dejarse arrancar a fondo por la gracia de todo lo que no es pura voluntad de Dios, he aquí el holocausto secreto ante el cual retroceden la mayoría de las almas, es el punto exacto en el que el camino se bifurca entre una vida fervorosa y una vida elevada de santidad.

            Nuestro ego no es otra cosa que pura soberbia. San Agustín nos decía: “La soberbia es el amor de la propia excelencia”. Y también manifestaba: “Si te pierdes cuando te amas a ti mismo, no hay duda que te encuentras cuando te niegas. (…). Antepón a todos tus actos la voluntad divina y aprende a amarte no amándote”.

            Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

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