La creencia errónea de que el siglo de las luces es cien veces mejor que el Cristo de los Faroles explica el complejo de superioridad francesa, sintetizado en la certeza gabacha de que las ideas, como lo niños durante el franquismo, vienen de París, cuna de la Ilustración, que es el ecosistema intelectual de los que no se santiguan. Entre los que destaca el ministro de educación galo, Vicent Peillon, quien ha anunciado que prohibirá que los alumnos asistan a clase con crucifijos, lo que viene a ser como si a los estudiantes negros se les impidiera entrar a las aulas parisinas con el pelo rizado.
Peillón dice que lo hace por el bien de la patria, para refundar la República desde primaria, pero en realidad es un intento burdo de descristianizar por completo a una población ya de por sí tibia en materia de fe. Mucho más que la española. De hecho, frente al diccionario panhispánico de dudas Francia propone como verdad absoluta a la Enciclopedia, que, la historia lo demuestra, lo mismo sirve para romper espiritualmente a un país que para descoser el humanismo cristiano, la costura fundacional de Europa.
Desde Stalin el fascismo de izquierdas siempre encuentra pretextos para justificarse. Los del ministro están desgranados en la carta de laicidad, según la cual la libertad de conciencia es derecho en los ateos y libertinaje de quienes no tienen uso de razón si la esgrimen los católicos. Lo que explica que al alumnado se le niegue el acceso al liceo con la camiseta de Cristo Vive, pero no con la imagen de una calavera.