En el Padre Pío de Pietrelcina, como en los grandes místicos, hay vivencias religiosas que asustan y que son inalcanzables para el “cristiano de a pie”. En cambio, son plenamente imitables las que componen su “Vida Devota”.
13. La devoción a santa Clara de Asís del Padre Pío de Pietrelcina.
El sumo pontífice Juan Pablo II, en la visita que hizo a las clarisas del protomonasterio de Asís, el 12 de marzo de 1982, pronunció un discurso en el que, entre otras cosas, dijo: «Es muy difícil separar estos dos nombres: Francisco y Clara. Estos dos fenómenos: Francisco y Clara. Estas dos leyendas: Francisco y Clara».
Tampoco el venerado Padre Pío separó nunca, de la devoción a san Francisco, la devoción a santa Clara de Asís.
Se sintió fuertemente atraído por las virtudes de la Santa y, consciente de que la verdadera devoción consiste en la imitación, trató de reproducirlas en sí mismo y ponerlas en práctica.
La atención del Padre Pío fue cautivada de modo muy particular por el amor que santa Clara profesó a Jesús y a sus hermanas de religión. Un amor inmenso, ungido de humildad profunda, de confianza ilimitada y de fe inquebrantable.
En una carta dirigida a Graciela Pannullo, terciaria franciscana, que, con legítimo orgullo, se consideraba «hija de san Francisco», el Padre Pío escribió sobre Clara de Asís el siguiente párrafo:
«Evocando las maravillas de aquellos tiempos, se me representa la amada primogénita del seráfico Padre allá, en el silencio profundo y solemne del austero refectorio, santa Clara, con sus humildes y penitentes hijas, que, al ritmo de la pobreza, cantan las notas breves y claras de la renuncia y del sacrificio. Las hermanas, colocadas cada una en su puesto, elevan la mente al Señor y esperan en paz... Entonces, la voz cristalina de la madre santa Clara entona el Benedicite. La mano virginal se eleva, lenta y solemne, para bendecir con gesto pausado, milagroso. En cierta ocasión, en el monasterio no había más que un solo pan y era la hora de la comida. El apetito laceraba el estómago de las pobres hermanas, que, aún habiendo superado todas las dificultades, no podían olvidar de forma permanente las imperiosas necesidades de la vida. En el apuro, sor Cecilia, la encargada de la despensa, recurrió a la santa abadesa y ésta mandó cortar el pan en dos mitades y mandar una de ellas a los hermanos que velaban por el monasterio y retener la otra y dividirla en 50 porciones, tantas como las hermanas, y colocar a cada una su parte, sobre la mesa de la pobreza; pero, como la devota hija replicara que serían necesarios los antiguos milagros de Jesús para que un trozo tan pequeño se pudiese partir en 50 porciones, la madre reiteró: hija mía, haz con confianza lo que yo te digo.
Se apresura la obediente hija a cumplir el mandato de la madre y no tarda la madre Clara en recurrir a Jesús para suplicarle con piadosos suspiros por sus hijas. Y entonces, por gracia de Dios, se multiplica el pequeño trozo de pan en las manos de la que lo parte y toca a cada una porción abundante».
Y después de describir otro hecho prodigioso con el que el Señor, en respuesta a la intercesión de santa Clara, vino en ayuda de «las que habían dejado todo por él», el Padre Pío concluye de este modo: «Pidamos también nosotros a nuestro amado Jesús la humildad, la confianza y la fe de nuestra amada santa; como ella, oremos con fervor a Jesús, abandonémonos confiadamente en él, apartándonos de esta máquina engañosa del mundo donde todo es insensatez y vanidad, todo pasa, sólo Dios queda para el alma, si ha sabido amarlo de verdad» (Ep III, 1090s).
La espiritualidad del Padre Pío, que es considerado el san Francisco de nuestro siglo, basada toda ella en el amor, imitó la espiritualidad de santa Clara, «la humilde plantita» del Poverello de Asís.
Y éste fue el fruto más bello de esta filial devoción.
Tampoco el venerado Padre Pío separó nunca, de la devoción a san Francisco, la devoción a santa Clara de Asís.
Se sintió fuertemente atraído por las virtudes de la Santa y, consciente de que la verdadera devoción consiste en la imitación, trató de reproducirlas en sí mismo y ponerlas en práctica.
La atención del Padre Pío fue cautivada de modo muy particular por el amor que santa Clara profesó a Jesús y a sus hermanas de religión. Un amor inmenso, ungido de humildad profunda, de confianza ilimitada y de fe inquebrantable.
En una carta dirigida a Graciela Pannullo, terciaria franciscana, que, con legítimo orgullo, se consideraba «hija de san Francisco», el Padre Pío escribió sobre Clara de Asís el siguiente párrafo:
«Evocando las maravillas de aquellos tiempos, se me representa la amada primogénita del seráfico Padre allá, en el silencio profundo y solemne del austero refectorio, santa Clara, con sus humildes y penitentes hijas, que, al ritmo de la pobreza, cantan las notas breves y claras de la renuncia y del sacrificio. Las hermanas, colocadas cada una en su puesto, elevan la mente al Señor y esperan en paz... Entonces, la voz cristalina de la madre santa Clara entona el Benedicite. La mano virginal se eleva, lenta y solemne, para bendecir con gesto pausado, milagroso. En cierta ocasión, en el monasterio no había más que un solo pan y era la hora de la comida. El apetito laceraba el estómago de las pobres hermanas, que, aún habiendo superado todas las dificultades, no podían olvidar de forma permanente las imperiosas necesidades de la vida. En el apuro, sor Cecilia, la encargada de la despensa, recurrió a la santa abadesa y ésta mandó cortar el pan en dos mitades y mandar una de ellas a los hermanos que velaban por el monasterio y retener la otra y dividirla en 50 porciones, tantas como las hermanas, y colocar a cada una su parte, sobre la mesa de la pobreza; pero, como la devota hija replicara que serían necesarios los antiguos milagros de Jesús para que un trozo tan pequeño se pudiese partir en 50 porciones, la madre reiteró: hija mía, haz con confianza lo que yo te digo.
Se apresura la obediente hija a cumplir el mandato de la madre y no tarda la madre Clara en recurrir a Jesús para suplicarle con piadosos suspiros por sus hijas. Y entonces, por gracia de Dios, se multiplica el pequeño trozo de pan en las manos de la que lo parte y toca a cada una porción abundante».
Y después de describir otro hecho prodigioso con el que el Señor, en respuesta a la intercesión de santa Clara, vino en ayuda de «las que habían dejado todo por él», el Padre Pío concluye de este modo: «Pidamos también nosotros a nuestro amado Jesús la humildad, la confianza y la fe de nuestra amada santa; como ella, oremos con fervor a Jesús, abandonémonos confiadamente en él, apartándonos de esta máquina engañosa del mundo donde todo es insensatez y vanidad, todo pasa, sólo Dios queda para el alma, si ha sabido amarlo de verdad» (Ep III, 1090s).
La espiritualidad del Padre Pío, que es considerado el san Francisco de nuestro siglo, basada toda ella en el amor, imitó la espiritualidad de santa Clara, «la humilde plantita» del Poverello de Asís.
Y éste fue el fruto más bello de esta filial devoción.
(Autor: Padre Gerardo Di Flumeri; traducción del italiano: Hno. Elías Cabodevilla)