Mi muy querido hermano sacerdote, Eliseo García Rubio, ha escrito este bello artículo sobre don Justo López Melús. Lo transcribo tal cual, y le doy las gracias, porque somos muchos los sacerdotes que suscribimos cada uno de sus párrafos. Este blog se llama así (“Víctor in vínculis”) por la historia que don Justo nos refería, año tras año, desde el Seminario Menor, sobre el Beato Karl Leisner. ¡Le debemos tanto! Cuídenos desde el Cielo.
Los que hemos conocido a este sacerdote como seminaristas y después ya siendo curas, y tantos fieles laicos a lo largo de su vida, si le hemos mirado con buenos ojos, no cabe duda de que hemos podido ver en él muchas cosas buenas que hacen que para nosotros sea D. Justo un sacerdote para aprender y admirar su vida. Todos sabemos que al final cuando Dios nos llama, después de morir, viene el examen, y San Mateo nos dice en su evangelio, que al final de la vida se nos va a examinar del amor (Mt 25). Y San Juan de la Cruz decía “A la tarde te examinarán del amor” (Carta 27). Luego, ya ha habido juicio, y uno se pregunta, ¿cómo habrá sido el juicio sobre el amor a D. Justo? Yo creo que conocemos bien cuáles eran los amores de este sencillo sacerdote.
Un gran amor e identificación con Jesucristo Un hombre pobre, no destaca ni por su forma de vestir, ni por su comodidades, ni por nada moderno ni actual que le pudiera interesar, es más, repetía muchas veces, convencido de que es lo que vale: “¡cuánto no necesito!”, y esto lo decía cuando veía tanto consumismo en la calle, o sencillamente cuando nos regaló sus libros para marcharse a México, decía, "¡aquí estamos de pasó, no nos hagamos tienda". Si le hemos mirado con buenos ojos, a nadie le pasaba desapercibida esta virtud suya.
¡Recordando a don Justo López Melús!
Todos conocemos ya que, después de una grave enfermedad, el día 5 de este mes moría quien fue Director Espiritual del seminario de San Ildefonso de nuestra Diócesis de Toledo, D. Justo López Melús, Sacerdote Operario Diocesano, hijo muy fiel del Beato Manuel Domingo y Sol, a los 88 años de edad y 61 de sacerdote. Ya se ha cumplido lo que dice el Señor: “Venid a Mi los cansados y agobiados que yo os aliviare y encontrareis vuestro descanso” (Mt 11,28-29). Ya se nos fue a descansar con el Señor.
Un gran amor e identificación con Jesucristo
Eso lo hemos podido experimentar con mucha frecuencia, este cura, siempre en sus conversaciones metía a Dios, y cuando íbamos a celebrar misa con él, hemos visto cómo se recogía en la sacristía para salir al altar, con qué fervor celebraba, cómo daba gracias después de misa. Pero también sabíamos que en el seminario, en la parte alta de la capilla donde estaba cerca su habitación, eran muchas las veces que pasaba a lo largo del día a rezar su Breviario y a saludar al Señor. Y cuánto madrugaba para hacer la oración tempranito: lo primero para el Señor. Rezaba hasta en el paseo, al paso que iba andando recitaba jaculatorias, ¡Te amo Jesús! ¡Te amo María! que hacen estar en la presencia de Dios. Y nos aconsejaba: cuando seáis sacerdotes regalar muchas vidas de Jesús para que le conozcan bien y le amen. Era D. Justo un verdadero amigo y discípulo del Señor, y qué dulce el examen, en palabras de Santa Teresa, “Será gran cosa a la hora de la muerte ver que vamos a ser juzgados de quien habemos amado sobre todas las cosas” (Camino de Perfección 40,8). Le ha juzgado el mejor de sus amigos, Jesucristo.
Un entrañable amor filial a la Virgen María
También lo hemos podido ver en él. Qué cariño al hablar de la Madre, lógicamente de su Virgen del Pilar como buen aragonés, pero de la Madre de Dios y Madre nuestra. Yo personalmente, no he escuchado a sacerdotes y obispos hablar de Ella con tanta pasión; metía en nuestros corazones el amor que él la tenía, la admiración y el deseo de darla a conocer para que todos sus hijos la amen mucho. Le veíamos orando ante la Virgen del Seminario… Y el mes de mayo y la novena de la Inmaculada eran para D. Justo días especiales. Cuántas estampas, medallas y calendarios de Ella habrá regalado. Todos los días rezando el rosario por el claustro del seminario, o por el patio, ningún día sin dedicarle a la Virgen María esta oración que tanto le agrada . La última vez que lo vi, unas horas antes de su muerte, tenía el rosario entre sus manos. Un detalle simpático, pero lleno de sentido: cuando tuvo que empezar a usar gafas, este buen hijo, estrenó sus lentes leyendo en la capilla el libro de San Luis María Griñón de Montfor; “Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen María”. Y tituló uno de sus entrañables libros: “María, una historia de amor”.
Un amor de fidelidad a la Iglesia
Este amor se demuestra defendiéndola, ¡es nuestra Santa Madre Iglesia!, y D. Justo, que vivió en ella más de 80 años, y vio casi de todo, (antes, durante y después del Concilio Vaticano II), y puedo decir que yo nunca le escuché hablar mal de Ella, como si de su misma madre de la tierra se tratase. Es más, a los malos hijos de esta buena Madre, por su fidelidad y amor, les llegaba a disculpar. No ha dado disgusto a los obispos, ni a los Operarios Diocesanos, sus superiores. Y se nota también en su obediencia en los nueve nombramientos que ha tenido en su vida como servicio a la Iglesia, y se ve con más claridad, en la última etapa en Querétaro: ¡Un jubilado -como decía con gracia- a México! En la Iglesia ha trabajado incansablemente hasta los últimos días de su vida, con ilusión, y en Ella ha muerto, hijo de la Iglesia, como diría santa Teresa.
Un amor de hermano a los santos
De ellos ha escrito mucho y nos ha dicho muchísimas cosas que decían los santos. Nos ha hecho interesarnos por ellos. ¡Leer vidas de santos!, nos decía. Y junto con su hermano el P. Rafael María, nos facilitaron sus vidas: “El Santo de cada día”. Pero sería poco, si no hubiéramos visto en D. Justo cómo ponía en práctica sus virtudes que, como dice san Bernardo “a quienes celebramos con alegría, no tengamos pereza en imitar”. Además de los amores anteriores, tan propios de buenos y santos sacerdotales, es de admirar cómo tenía en su rica personalidad muchas virtudes, que tanto hablan de como ponía en práctica lo que leía y escribía de los santos. Y que son, para quienes le queremos, modelo a seguir.
Un hombre de bondad: nunca le oímos hablar hiriendo a nadie, sino, quitando hierro, y nuca salieron de su boca palabras groseras, que tan mal suenan en boca de sacerdotes y que tantas veces decimos, D. Justo nos dejó ese buen testimonio, y no creo que haya muchas personas que puedan decir de D. Justo, que nos ha hecho mal, sino el bien a manos llenas.
Un hombre de perdón: era su persona como las rosas, para quienes le queríamos y para quienes le han hecho sufrir. Si uno pasa cerca de un rosal y no lo quiere mirar, lo ignora, no importa, las rosas también le desprenden su buen olor, y si las pisa, también desprenden a quien las hiere el buen aroma de las rosas. No tenía guardado en su corazón ningún rencor hacia nadie, ni deseos de venganza. Es más, él solía pedir perdón si creía haber ofendido.
Un hombre muy agradecido: aunque pasaban los años, no dejaba de recordarte si lo acogiste en tu casa, si le regalaste algo, si le hiciste algún favor, etc. Cuántos recuerdos agradecidos aparecen en sus libros y en sus cartas, que vamos a guardar con cariño. Solía ser tan agradecido, que no se le pasaba nada desapercibido en este aspecto. Aunque, quien más regalaba era él, sobre todo buenas palabras y sonrisas.
Un hombre de gran sencillez, en esto también sobresalía. No era un sacerdote de espectáculos, aunque era muy culto, pero muy bien disimulado, no era de lecciones magistrales, llamativas, pero sí que las impartió con su vida sencilla. En uno de sus libros recoge lo que decía de otro hombre sencillo, el Beato Hermano Gárate, en una visita del Padre General de los Jesuitas, P. Arrupe; al visitar la Universidad de Deusto, donde el Beato fue portero, decía “El suave aroma de sus virtudes, es la mejor lección impartida en Deusto”. De estas lecciones, podíamos decir muchas más, porque las ha impartido donde ha vivido como sacerdote sencillo. Son lecciones que repito, los que le mirábamos con buenos ojos, las veíamos a la fuerza.
Un amor paternal a los sacerdotes y seminaristas: Era su vocación particular, como buen Operario, la atención a los seminarios, a las vocaciones, a los sacerdotes. Y los que hemos pasado por su vida, lo hemos podido captar en la formación que nos ha dado, en algunas pocas clases, pero sobre todo formación espiritual, que es de gran importancia. Se nota en su fidelidad como sacerdote. Tenemos que reconocer, que en la Iglesia, una veces hay sacerdotes muy conservadores, pero sin caridad con sus hermanos, otras veces muy progresistas, pero con el mismo defecto. San Agustín propuso una preciosa fórmula para la vida de la Iglesia, lo que D. Justo procuraba vivir con relación a los curas: “En lo necesario debe haber unidad, en lo dudoso libertad y en todo caridad”. Que pocas veces encontramos el equilibrio necesario para poder hacer el bien que esperan de nosotros; Dios, la Iglesia y las almas que se nos encomiendan, y en los curas buenos, es donde se encuentra algo tan necesario, como el amor a los sacerdotes. D. Justo era en muchos momentos el paño de lágrimas de seminaristas, y después de sacerdotes porque nos quería. Después del seminario, no se olvidaba de los que ya éramos sacerdotes, nos visitaba en el destino al que habíamos sido enviados a cada uno, como el padre que se preocupa de los hijos, ¡cuánto dice esto del amor a los sacerdotes de nuestro buen formador! Otro precioso detalle de cariño era que, a cada uno de los que nos ordenábamos de sacerdotes, detrás en la estampa de la Virgen nos ponía. ¡Te felicito ya por tus bodas de oro, año 2044! Al marchar a Querétaro, todos los veranos cuando volvía, a un buen número de amigos sacerdotes, “progres y carcas”, nos reunía para celebra juntos la Misa, y la mesa, que tanto él como nosotros esperábamos con alegría. Aunque aprovechaba con sus amigos para vendernos sus libros, que tanto bien han hecho a la gente sencilla. En broma yo le decía; “D. Justo, usted cree en Dios como pocos, ama a la Virgen como nadie, y nos coloca sus libros como ninguno”. Le agradaba mucho y se reía, porque era verdad. Como decía el Beato Juan XXIII: “Para que le quieran a Él, nos tiene que querer a nosotros”. Y este humilde sacerdote, al menos a muchos, que le queríamos de todo corazón, nos ha trasmitido la fragancia de buena persona (de estas hay pocas por desgracia), pero nosotros hemos tenido la suerte de conocer a una de ellas, a nuestro querido D. Justo. Que nos dejó uno de sus libros con el título “Gestos de amor”. Lo que para muchos pasa desapercibido, para los buenos son gestos de amor.
Un amor muy familiar a los suyos y a sus amigos
Era muy frecuente hablar con D. Justo y que recordara a sus padres, a su tía, a sus abuelos, a sus tres hermanos sacerdotes y a los otros dos, a sobrinos, resobrinos, etc. Todos ellos estaban muy emocionados en su entierro, y el P Rafael María, que nos predicó sobre su hermano, no pudo evitar emocionarse y emocionarnos a todos, y hacernos dar gracias a Dios por la vida que vivió y que en unos minutos nos resumió en la homilía. Yo creo, que aunque no se lo haya dicho, pero D. Justo pensaría: me voy a ir, y como dijo a sus hermanos de religión Santo Domingo de Guzmán al verles llorar en su lecho de muerte: “No lloréis. Después de mi muerte he de seros más útil que lo he sido en vida”. Y esto les llenará de consuelo a los hermanos y sobrinos a los que tenía un gran amor. Y a los amigos que se encontró a lo largo de su vida sacerdotal. Cuántos amigos seglares tenia D. Justo, cómo le querían, cómo le reclamaban, y cómo le habrán llorado su muerte. A todos ellos, familiares y amigos, seguro que les escribió ese libro que nos dejó, con tantas ediciones publicadas “Hogar siglo XXI”, del que se ha valido Dios para arreglar muchos hogares que estaban a punto de romperse, y seguro que ha sido por el amor con que lo escribió, pensando en todos los que lo pudieran necesitar.
Que fácil habrá tenido D. Justo el examen final: “Ni ojo vio ni el oído oyó ni vino a la mente del hombre lo que Dios tiene preparado para los que le aman” (1Cor 2,9). D. Justo como le amó tanto, ¡qué grande será lo que Dios le tenía preparado! Nosotros aquí en la tierra, no suele pasar mucho tiempo sin que notemos las caricias de Dios, de una u otra forma, y una de ellas es cuando nos encontramos con personas buenas. Y es lo que todos decimos de D. Justo: que era un hombre bueno, un buen sacerdote, un buen amigo. Tenía una personalidad fácil para la imitación, es decir; le imitábamos en su andares, en sus gestos con las manos, en su forma de hablar y repitiendo tantos dichos y coletillas suyas. Y cuánto se reía y disfrutaba de ello. Pero en sus amores es en lo que le tenemos que imitar, al menos los que nos gloriamos de quererle de verdad. En su entierro, uno de los compañeros me decía: -Qué cara de santo que tiene D. Justo en el féretro; y quizás, no lo habíamos valorado lo suficiente. Si no le hemos sabido valorar en su vida, ahora con ocasión de su muerte podemos hacerlo, nunca es tarde. Encomendémosle a Dios, que no le falten por si necesita nuestras oraciones, pero, como dice la Escritura: “La muerte del justo es preciosa a los ojos del Señor” (Sal 115,15). Y no porque se llame Justo, sino porque era justo de verdad. De los que agradó a Dios y ayudó a los hombres, y esperamos lo siga haciendo, porque como decía el Beato Manuel Domingo Y Sol, a quien D. Justo tanto admiraba como su Padre y Fundador: “El sacerdote que cumple con su misión no irá al cielo solo”.