“Todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido." (Lc 14, 11)
La humildad no ha sido nunca una virtud de fácil aplicación. Sin embargo, todos los santos enseñan, con su vida y sus escritos, que sin ella no hay santidad posible. Pero hay muchos grados en la humildad. Está aquella que nos ayuda a reconocernos como somos, a aceptar la verdad de las correcciones que nos hacen los demás, aunque nos duela que nuestros defectos sean conocidos por los otros. Está la humildad de quienes asumen el misterio de la voluntad de Dios para sus vidas a pesar de que no entienden por qué el Señor permite ciertas cosas, ciertas desgracias. Está la humildad de los que quisieran hacer más de lo que hacen pero se ven imposibilitados por sus malas condiciones de salud o de tiempo, e incluso se ven forzados a pedir ayuda. Está la humildad del que trabaja sin esperar un aplauso o una muestra de agradecimiento, aunque la tenga más que merecida. Está también la humildad del que soporta la injusticia y la calumnia, siempre que sea él y no otro el perjudicado. Y, para poner fin a una serie que sería interminable, está la humildad del que no le importa correr el riesgo de fracasar y hacer el ridículo para hacer la voluntad de Dios, en lugar de quedarse a la expectativa esperando que sean otros los que resuelvan los problemas.
Pero, para vivir esa humildad, hace falta algo, sin lo cual resulta no sólo difícil sino imposible. Hace falta estar enamorado del Cristo humilde y, por Él y para ser como Él, asumir todo lo que Dios quiere o permite que ocurra en nuestra propia vida. Por Él, pero también con Él, pues sin su ayuda no podemos hacer nada. Por Él y como María, la gran maestra de la humildad, la que nos enseña a hacer la voluntad de Dios con sencillez, sin darnos importancia y aceptando el misterio de los renglones torcidos de Dios.
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