Acabo de ver una excelente película sobre la vida de Dr. Moscati, el médico italiano de los pobres que Juan Pablo II llevó a los altares. Recomiendo vivamente este video de la RAI que hará mucho bien. Y me vino a la cabeza al final, el recuerdo de personas santas que tuve la suerte de conocer. Hoy son un referente para cristianos en los distintos caminos que Dios nos pone.
Recuerdo a la Madre Teresa de Calcuta. Su vida es bien conocida. Su imagen muy familiar. Yo me la encontré un día en el Aula Pablo VI de Vaticano con motivo de una audiencia con Juan Pablo II. Me acerqué a ella con toda la admiración del mundo. Tuvo ella la deferencia de levantarse de su asiento y darme la mano, acompañada de esa sonrisa suya que trasparentaba la claridad de su alma. La saludé y me volví a mi lugar con la satisfacción de haber tocado a una santa, como si fuera ya una reliquia anticipada de alguien que estaba muy cerca de Dios.
Un día, en Pamplona, me senté a los pies de San Josemaría Escrivá en un encuentro con sacerdotes. Con sus gestos de padre nos hablaba a los sacerdotes de santidad, de una santidad alegre y contagiosa. Algo le pregunté que dio ocasión a que nos hablara del amor a los enfermos (yo en aquellos momentos simultaneaba mis estudios de Canónico con el ministerio sacerdotal de capellán de la Clínica Universitaria de Navarra). En otras ocasiones tuve la oportunidad de estar cerca de aquel sacerdote, Fundador del Opus Dei, que irradiaba amor a Dios, a la Virgen, a la Iglesia, a la Eucaristía, y a tantas cosas, que te animaba a seguir su camino. Con el paso del tiempo sería canonizado, y a uno le quedó la satisfacción de haber estado cerca de otro santo.
En mi trabajo entre enfermos en Pamplona tuve la oportunidad de tratar durante varios años al Dr. Ortiz de Landázuri, fundador de que no sabía de horarios ni descanso. Participaba fervorosamente de la santa Misa diaria. Hacía su oración ante el Sagrario. Reconfortaba a los enfermos con sus palabras la Facultad de Medicina de la Universidad de Navarra. Lo veía tratar a los enfermos con una dedicación cariñosas. Me dijo una vez algo evidente: el médico no es un veterinario, trata con personas con alma. Y me recordó aquellas palabras que un día le dijo San Josemaría: “Eduardo, con todo el trabajo que has hecho y sigues haciendo, si no te santificas has perdido el tiempo”. A los pocos años de morir se iniciaría su proceso de Canonización. Realmente era un santo. Y yo siento la alegría de haberlo tenido tan cerca.
D. Juan Sáez Hurtado era un sacerdote que estuvo de párroco en una parroquia en donde yo estaría con el paso del tiempo. D. Juan tenía en vida fama de santo. Gozaba de todos los ingredientes de un alma de Dios: Un amor al Señor y a la Virgen que no le cabía en el corazón. Su gozo era estar con Jesucristo Eucaristía en el Sagrario. Disfrutaba celebrando la Santa Misa. Su debilidad eran los pobres. Era un alma desprendida de todo. Todo el mundo le quería. Por donde pasó dejó el fuerte olor de Cristo. Murió como había vivido, santamente. En el momento oportuno se inició su proceso de Canonización, en el que he tenido la alegría de colaborar como juez. Sus restos descansan en la Catedral de Murcia. Ha sido otro santo que tuve la oportunidad de conocer y tratar.
Una religiosa, la Madre María Campillo de Murcia, fundadora de la Comunidad de Hermanas Misioneras de la Sagrada Familia. Era un alma de Dios, y por eso Dios estaba en su alma y en todo lo que hacía. Se dedicó de lleno a la juventud, a los niños, a las familias, a los sacerdotes… Tenía una especial clarividencia para leer en cada alma que se le acercaba a pedirle consejo. Acudían a ella personas de toda condición, y a cada cual le daba el consejo apropiado. Fundó una residencia para mayores, reservando un espacio especial para sacerdotes. Yo tuve la suerte de estar junto a ella en varios de sus proyectos. Quedándole meses de vida hizo un viaje a Colombia para fundar allí una nueva casa de espiritualidad. Su muerte fue muy sentida ha hecho ahora un poco más de un año. Era realmente una santa, y me alegro de haberla tratado tan de cerca. Algún día es posible que la veamos en los altares.
D. Juan Paco Baeza. Estuvo de párroco en un pueblo en donde yo también estuve. Un asceta. Un hombre austero, de exigente vida interior. Con un estilo de vida difícil de imitar. Muchas noches dormía en la iglesia para no dejar al Señor solo. Amaba a los pobres. Fundó para ellos una congregación religiosa. Lo traté de cerca cuando, ya jubilado, desempeñaba el cargo de capellán de una residencia de ancianos. Murió como había vivido, y fue enterrado en el féretro que siempre tenía en su habitación junto a la cama. Se inició el proceso de Canonización. Es otro de los santos que he tenido la suerte de tratar.
D. Álvaro del Portillo, sucesor de San Josemaría Escrivá, es otro santo que pude conocer en vida. Un poco a la distancia cuando nos convocaba en reuniones de familia para seguir dándonos aquellas espléndidas catequesis que ya iniciara el Fundador del Opus Dei. D. Álvaro era sin duda un alma santa. Trabajó mucho por la Iglesia y los sacerdotes. Sirvió a la Iglesia sin regateos de tiempo y esfuerzo. Fue uno de los peritos importantes del Concilio Vaticano II. Murió un día inesperado nada más llegar de Tierra Santa. Dentro de unos meses será su Beatificación. Un santo más en mi vida.
Y muchos sacerdotes y laicos, célibes o ejemplares padres de familia, que tal vez no han hecho mucho ruido, pero han obrado maravillas desde su entrega generosa a la tarea vocacional que Dios les deparó. Es una gracia de Dios haber estado un poco cerca de estos hombres y mujeres que han marcado silenciosamente un camino a seguir. Pero no olvidemos que no son una excepción, todos estamos llamados a la misma santidad, a contagiar a otros de nuestro amor sin medida. Este es el tesoro