Tener dinero y, por ende, una cuota significativa de poder adquisitivo, no es algo inmoral. El problema está cuando -en lugar de tomar acciones concretas para hacer camino con los pobres e incluirlos- se vive como si ellos no existieran. Jesús fue muy claro en este sentido; sin embargo, también hablaba con el cobrador de impuestos (cf. Mt 9, 913) pues es un hecho que la fe es una puerta abierta para todos. De ahí su sentido católico (universal), capaz de llegar a las diferentes culturas y estratos sociales de los cinco continentes, aún en medio de persecuciones como las que hemos estado viendo en Egipto.
Darle “alas” al resentimiento social a través de la fe, es un error altamente peligroso, capaz de distorsionar el significado del Evangelio. Como Iglesia, nos toca movernos y velar por el progreso de los menos favorecidos; sin embargo, hemos de motivarlos a través de la educación, del acceso a las bolsas de trabajo y -por ningún motivo- del odio a los ricos, pues esto sería un gesto incongruente. En vez de decirle a un pobre: “¡él tiene y tú no!”, se debe cambiar el enfoque: “tú puedes progresar, entiendo que necesites ayuda, yo te la doy, pero es importante que hagas uso de tus habilidades y talentos”. No se puede hablar de Cristo y, al mismo tiempo, defender la lucha de clases.
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