Por la mañana del sábado 17 de agosto fui a una oficina del Ministerio del Interior de la República Italiana (¡qué rimbombante suena!... pero ni siquiera hay aire acondicionado) para recoger mi permiso de residencia. La oficina está a un lado del Vaticano.
De camino vi a una viejita que pide dinero en la calle que es precisamente la que debo recorrer desde que bajo del metro hasta llegar al Vaticano. La viejecita no medirá más de 1,50 m., habla sola, come lo que le dan (curioso que suele pedir comida, no dinero), atraviesa la calle como si los coches no existieran, viste siempre igual…
Cuando salí de la oficina del ministerio la encontré «desayunándose» un vaso de Coca Cola, de esos que dejan los turistas cuando ya no quieren seguir bebiendo… o cargando. Me le quedé viendo y me di cuenta que en aquella escena se materializaba eso que pedimos en el «Padrenuestro» («Danos hoy el pan de cada día») pero que no siempre experimentamos vivamente.
Por la mañana, de camino, me había encontrado 3 euros. Hice voto de pobreza así que nunca traigo dinero conmigo. Como esos euros no eran míos, los había hallado, supuse que Dios estaría conforme si se los daba a la viejecita, así que tras recoger mi permiso de residencia me le acerqué y se los di.
Apenas me vio acercarme me saludó, me dijo «¡Buen día, padre!» y, todavía sin haberle dado el dinero, me habló de la Virgen que se venera en su pueblo natal, de la parroquia de santa Ana (que es la que está dentro de la Ciudad de Vaticano y es a la que ella asiste) y me dijo su nombre que yo por despistado ya olvidé.
Tal vez olvidé el nombre porque me distraje con sus hermosos ojos azules, su sonrisa entusiasta en medio de sus arrugas de muchos años y sus palabras llenas de bondad y fe. Y no me aguanté estirar mi mano y acariciar sus cabellos color algodón y trazarle una cruz en la frente. Le di el dinero –«mis» escasos 3 euros– pero eso era lo menos importante también para ella. Y es que me di cuenta que esa viejecita a la que tantas veces había visto en el camino del metro al Vaticano en realidad era mucho más que una señora pobre pidiendo limosna: era un ejemplo de que lo que tantas de esas personas que nos extienden la mano buscan en el fondo es un gesto humano de afecto o mínimo un saludo. Y nadie es tan pobre como para no regalar un saludo o una sonrisa.
Me quedé platicando unos minutos más con la viejecita. Y de regreso a casa me di cuenta que Dios también me había acariciado a mí por medio del ejemplo de fe, sencillez y humildad de esa mujer que da limosnas de ejemplo a personas como yo.