Cuando se habla de los textos que la Iglesia tiene por canónicos, es decir, que forman parte del canon o, por así decir, oficiales, dos son las cuestiones que se nos plantean. La primera, cuáles son los textos que forman parte de ese canon, una cuestión que la Iglesia empieza a dirimir desde los primeros momentos de la historia y a la que ya dedicamos el artículo “Del canon de la Iglesia y su formación” (). La segunda no es menos importante, y consiste en determinar cuál es la versión canónica de esos textos canónicos.
Esta segunda cuestión no la aborda la Iglesia pronto, sino que se plantea y se resuelve definitivamente (o cuasidefinitivamente, como tendremos ocasión de ver) en un solo acto: el Concilio de Trento, acontecido entre el 13 de diciembre de 1545 y el 4 de diciembre de 1563, es decir casi dieciocho enteros años.
Pues bien en la sesión IV celebrada en 8 de abril de 1546, el Concilio emite el Decreto sobre la edición y uso de la Sagrada Escritura, en el que dicta:
“Si se declara qué edición de la Sagrada Escritura se ha de tener por auténtica entre todas las ediciones latinas que corren, establece y declara, que se tenga por tal en las lecciones públicas, disputas, sermones y exposiciones, esta misma antigua edición Vulgata, aprobada en la Iglesia por el largo uso de tantos siglos; y que ninguno, por ningún pretexto, se atreva o presuma desecharla”.
Momento a partir del cual sólo quedará determinar cuál es la versión oficial de la Biblia Vulgata, una cuestión que no ha dejado de dar algún problema, -razón por la que decíamos arriba que la cuestión se soluciona “cuasidefinitivamente”-, y a la que dedicaremos algún espacio en un próximo futuro.
Por hoy y para terminar, apenas recordar que la Biblia Vulgata no es otra cosa que la traducción al latín de la Biblia griega realizada en el año 382 d.C. por Jerónimo de Estridón, San Jerónimo, previo encargo del gran papa español Dámaso I. Deriva su nombre de la locución “vulgata editio”, edición para el pueblo.
©L.A.
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