“He venido a prender fuego en el mundo y ¡ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar un bautismo y que angustia hasta que se cumpla.” (Lc 12, 49-50)
La “palabra de vida” de esta semana nos invita a no olvidar aquella frase tremenda del Apocalipsis, cuando el enviado del Señor se está dirigiendo a las antiguas Iglesias y le dice a una de ellas que “no es carne ni pescado”, añadiendo que a los que son como ella, a los tibios, Dios les vomita. Lo peor, quizá, no es tener defectos, sino no tener virtudes. Ese es el peor pecado. Lo ideal sería, ciertamente, ser irreprochable. Pero, mientras intentamos alcanzar la perfección, no olvidemos que esa perfección sólo existirá cuando se tengan muchas obras buenas en las manos y no sólo cuando no existan en ellas obras malas. No en vano, el pero mal es el de la indiferencia. Es, por desgracia, el más frecuente entre los “buenos cristianos”.
Naturalmente que, el rechazo a la indiferencia no nos supone la obligación de convertirnos en los solucionadotes de todos los problemas del mundo. No somos tan grandes. Pero sí nos obliga a hacer lo que podamos, por poco que sea. Eso es lo único que espera Dios de nosotros, que hagamos bien lo que podemos hacer. Por desgracia, los católicos parecen con frecuencia adormilados, pasivos, indiferentes incluso a la propia crisis en que está sumergida la Iglesia, mientras que miembros de otras confesiones o sectas se muestran enormemente diligentes y llenos de entusiasmo. Desde la perspectiva espiritual del agradecimiento, debemos compartir los sentimientos del Señor y desear, nosotros también, que el mundo le conozca y le ame, que los hombres se den cuenta de la grandeza del amor divino y que se dediquen a agradecerle con obras de amor al prójimo lo que de él han recibido.
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