Todos sabemos…, que estamos compuestos de un continente material denominado cuerpo y de un contenido espiritual denominada alma. Esta innegable realidad la aceptan hasta aquellos que niegan la existencia de Dios, claro que también los hay que en su cerrazón mental, niegan hasta la existencia del alma, situando al ser humano al nivel de los animales.
Nuestra vida en este mundo dura o durara siempre, lo que dure nuestro cuerpo que es el continente de nuestra alma, porque nuestro cuerpo, al pertenecer al orden material, está llamado siempre como toda la materia a descomponerse, y al descomponerse esta fenece. Nuestro cuerpo pues tiene limitado el periodo de su existencia. Unos asegurarán que el hombre muere cuando le llega la última enfermedad, pero otros aseguramos que el hombre fenece, cuando Dios que ha sido se creador así lo dispone. Pero por una razón o por otra todos sabemos que nadie se ha quedado aquí abajo. Todos fenecemos y esta es una realidad que nadie nunca ha dudado.
El contenido del continente, es decir, el alma jamás perece, es inmortal y vivirá eternamente una vez que libre del continente que la envuelve, es decir de su cuerpo, vivirá en el lugar que ella escoja, de acuerdo con su deseo de ir al reino de las y tinieblas y el odio, o a la antítesis de esta posibilidad que es el reino de la luz y del amor. El ser humano dispone de toda su vida, cuya duración siempre se ignora, para pensarse bien lo que ha de hacer, para elegir lo que desea. Su alma lo tiene todo muy claro, ella ha sido creada por el Sumo Amor, que es Dios, para amar y ser amada en el entorno de una clase especial de felicidad, que ningún hombre conoce ni conocerá antes de abandonar este mundo Precisamente la tragedia del hombre en este mundo, es que ansía esa felicidad que desconoce y para la cual está creado, trata de buscarla por todos los medios y de encontrarla en este mundo, algo que satisfaga el ansia de felicidad que siempre tiene, agarrándose para ello, a una serie de sustitutivos mundanos, que nunca acaban de apagarle, esa sed de felicidad que tiene, desde su llegada a este mundo.
El continente es decir el cuerpo, que sabe que ha de quedarse en este mundo, como es lógico carece de deseos de bienes espirituales y desde luego su vida y sus deseos son materiales, a diferencia del alma que puede tener una vida espiritual y digo puede tener, porque aunque toda persona, está capacitada para desarrollar la vida de su alma, desgraciadamente la gran mayoría de los hijos de mujer, se ocupan desde su nacimiento, más en desarrollar la vida de su cuerpo que la de su alma, es poca la atención que se le presta al desarrollo de la vida espiritual. Es más, a los niños se les atiborra de matemáticas y ciencias exactas, pero se llega inclusive a poner en duda la necesidad de enseñarles la religión. Hay quienes ni ven ni comprenden la necesidad que tenemos de tener desarrollada nuestra vida espiritual
Todo ser humano en el momento que Dios le insufla su alma al embrión del cual surgirá su cuerpo, “7 Entonces Yahvéh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente”. (Gn 2,7) le dona, como decimos, al hombre, además de unos instintos, como también los tienen los animales, como el de supervivencia o el de pervivencia de la especie, una improntas, marcas o huellas de su Ser, conforme a la cuales el hombre tiene conocimiento de unas normas morales que todos conocemos, un deseo de buscar a su Creador, un ansia de felicidad, a la que antes hemos aludido y también un deseo de amar y ser amado, no ya en el más allá sino también en la vida en este mundo.
En una época de su vida, tarde o temprano el hombre se plantea, lo que Juan Pablo II llamaba las preguntas trascendentales del hombre. El 6 de agosto de 1993, Juan Pablo II publica la encíclica “Veritatis splendor” y en ella hace alusión a las preguntas transcendentes que acucian al hombre al decir que: “Por otra parte, son elementos de los cuales depende la «respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana que, hoy como ayer, conmueven íntimamente los corazones: ¿Qué es el hombre?, ¿cuál es el sentido y el fin de nuestra vida?, ¿qué es el bien y qué el pecado?, ¿cuál es el origen y el fin del dolor?, ¿cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad?, ¿qué es la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte?, ¿cuál es, finalmente, ese misterio último e inefable que abarca nuestra existencia, del que procedemos y hacia el que nos dirigimos?”.
Jamás nuestro cuerpo, ni su desarrollo material, nos va a dar las respuestas a esta serie de cuyo preguntas, contenidos nos está siempre demandando nuestra alma, que es la única parte de nuestra persona que está capacitada para penetrar en ese mundo de enigmas, que todo ser humano quisiera tener resuelto. Es el desarrollo de nuestra alma, practicando una perseverante vida espiritual, la que poco a poco va capacitando a nuestra alma a ver y comprender. Porque nuestra alma, tiene sentidos espirituales, en paralelos con los materiales de nuestro cuerpo que todos conocemos y que bien que nos hemos preocupado de desarrollarlos.
Este desequilibrio, que en general todos tenemos, entre el desarrollo de nuestro cuerpo y el de nuestra alma, nos lleva más a la satisfacción, de la apetencia de los deseos del cuerpo, que siempre están en oposición a los de nuestra alma. Nosotros tenemos tres enemigos, bien conocidos: mundo, demonio y carne, de los tres la carne es el que más presiona a nuestro cuerpo creándoles deseos y apetencias. Con respecto a nuestra alma, el demonio no la ataca por medio de las apetencias carnales, porque es nuestro cuerpo el que tienen las apetencias carnales, sino por los vicios, principalmente instigándola a la soberbia, que es el padre de todos los vicios. El fomento del vicio en nuestra alma, es una eficaz arma que el demonio tiene para con nosotros. Como sabemos el vicio puede ser dominado por medio de la virtud y es la práctica de nuestra vida espiritual, el recurso que tenemos para mantenernos en la gracia y amistad con el Señor.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
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