Volvamos al tema del discipulado con una referencia de San Juan Crisóstomo a la parábola de los obreros de la hora undécima (Mt 20,116): 
 

Es evidente que esta parábola se dirige tanto a los que viven en la virtud desde su juventud y a los que se vuelven virtuosos en la vejez: a los primeros para preservarlos del orgullo e impedir que hagan reproches a los de la hora undécima; a los segundos para enseñarles que pueden merecer el mismo salario en poco tiempo. El Salvador acababa de hablar de la renuncia a las riquezas, del desapego de todos los bienes, virtudes que exigen un corazón grande y ánimo firme. Para ello es necesario el ardor y la generosidad de un alma joven. El Señor reaviva en ellos la llama de la caridad, fortifica sus sentimientos y les manifiesta que, incluso los de la última hora, reciben el salario de toda la jornada. (San Juan Crisóstomo. Homilía sobre San Mateo, 64, 4) 

El Señor nos llama a ser discípulos suyos desde el mismo momento en que escuchamos su Palabra y la aceptamos como parte de nuestra vida. Aunque el bautismo es la puerta de entrada, el discipulado requiere esperar un tiempo para que, suficientemente maduros espiritualmente, nos atrevamos a evangelizar a nuevas personas. Por esta razón, unos llegan a al viña pronto y otros tardan más tiempo. 

¿Cuándo estamos preparados? Para este momento de madurez no hay una edad ni un momento preciso en la vida, ya que el momento se presenta cuando abrimos nuestro corazón al Señor. ¿Cuándo ocurre esto? Depende de cada persona y las circunstancias vitales que le toque vivir. Puede ser durante la juventud, la edad adulta o la madurez. En todo caso y momento: “es necesario el ardor y la generosidad de un alma joven”; un alma que se atreva a abrirse a la trascendencia de su propia existencia. 

El Señor reaviva en ellos la llama de la caridad, fortifica sus sentimientos y les manifiesta que, incluso los de la última hora, reciben el salario de toda la jornada. No tenemos que desesperar por sentir el llamado cuando ya nos creemos incapaces, ya que el Señor nos capacita con su Gracia. Se trata de atreverse y dar el paso, sabiendo que es una donación de uno mismo. 

Tomo un fragmento de la audiencia que Pablo VI pronunció el 16 de mayo de 1968: 

Si, por ejemplo, os dijéra más ampliamente lo que la Iglesia piensa hoy de vosotros, de cada uno de vosotros, ¿aceptaríais su juicio como una definición que os compromete? Limitémonos a decir: la Iglesia os considera como cristianos verdaderos, llamados a aquella forma de amor a Cristo y a su Iglesia, que se desarrolla en la acción o, como ahora se dice comúnmente, en el apostolado. ¿Estáis dispuestos, os sentís disponibles para profesar esta forma de amor? ¿La acción, el apostolado? La perspectiva de la acción y del apostolado asusta a muchos. ¿Quién puede sentirse capaz de actuar por el nombre de Cristo? ¡Cuántos se ponen a la defensiva cuando se les pide cualquier ayuda, cualquier cosa! ¿Qué resistencia opondrían si repitiéramos con la Iglesia las palabras de San Pablo: "No pido vuestras cosas, os pido a vosotros mismos"? (2Co 12,14). 

No creo que quede duda alguna. Se discípulo es darse a sí mismo, dar el paso al aparente vacío que se abre delante nuestra. Es un prueba de confianza que pocos son capaces de dar y mantener en el tiempo. Pero ¿Qué tememos? ¿Nos falta Fe? ¿Hemos perdido la Esperanza? 

¿Se acuerdan de la llamada del Papa Francisco a “hacer lío”? Este lío nos compromete, por eso los entusiasmos se apagan cuando tenemos que poner todo lo que somos sobre la mesa. Hagamos lío ¿A qué esperamos? Empecemos hoy mismo confiando en que Cristo nos cogerá de la mano, como hizo con Pedro al hundirse en el lago de Genesaret (Mt 14, 22-36): 

Pedro bajó de la barca y se echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: Señor, sálvame. Enseguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: ¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado? 

¿Por qué dudamos?