Es un pensamiento tristemente extendido, y es fácil escucharlo entre personas de la más diversa índole: “no merece la pena que vayan a misa. Los niños no se enteran”. Quienes tengan niños pequeños, y por tanto conocimiento de causa, esbozarán una sonrisa al escuchar algo así.
Los niños se enteran, y mucho. Su sola presencia en el milagro eucarístico sirve para que el Señor los acaricie con ternura durante ese rato. Y aun cuando pareciese que andan distraídos, lo que allí se celebra, lo que se dice, lo que se proclama, les cala. Despierta en ellos una sensibilidad diferente hacia las cosas de Dios. Su alma se va esponjando. Y el resto de enseñanzas que sus padres les van dando, las oraciones que hacen con ellos, etc., cobran su pleno sentido cuando se celebra junto a los pequeños el momento cumbre de nuestra fe. Un niño de tres años es capaz de dar gracias a Dios por María, por la misa, y por el “corazón del Señor”; todo ello de forma espontánea, créanme.
Por todo ello, es muy doloroso y triste presenciar las situaciones a las que tantas veces tienen que enfrentarse los padres que acuden a misa con sus hijos. Multitud de sacerdotes y feligreses tienen el corazón harto endurecido en este aspecto. Un pequeño quejido de un bebé, el murmullo de una vocecita de un pequeño, es suficiente para que los presentes giren sus cabezas dirigiendo miradas desaprobadoras. Algunos incluso invitan a salir fuera. Hay sacerdotes que no tienen inconveniente en interrumpir la misa para quejarse. Y que quede claro: no me refiero a un bebé que llora a gritos incontrolables, inconsolablemente, por encima de la megafonía de la iglesia, ni al niño fierecilla que vocifera, o que toma los pasillos del templo como un circuito donde hacer pruebas de velocidad en carrera. Me refiero a cuando un “ay”, un “papi”, un sollozo de dos segundos, molestan. A cuando se pretende un silencio sepulcral en la celebración, y uno está en tensión permanente, moliendo al niño a pellizcos cada vez que va a abrir la boca o moverse, enseñándole por la casa de su Padre no un tierno Amor (dentro del debido respeto), sino pavor y castigo de un Señor que no soporta su presencia allí.
Estamos de acuerdo en que hay celebraciones, sacerdotes, parroquias, más o menos favorables para acudir con los pequeños a misa. Pero créanme que a veces resulta difícil encontrarlas. Les puedo asegurar que no es necesaria una misa de niños como tal para que un pequeño disfrute de la Eucaristía. Cuando se celebra con naturalidad, con ese aire familiar de un sacerdote que conoce y quiere a sus fieles, sin tensiones, los pequeños se contagian también de ese ambiente más espontáneo, más relajado, y viven mejor la misa. No hace falta hacer una homilía especial para ellos: basta un pequeño guiño durante la misma, un comentario hacia ellos, para lograr que se sientan partícipes e importantes dentro de la celebración.
Para multitud de familias, no poder acudir como tal a misa, es una aberración. Fuera de los casos extremos que comentaba, en los que los propios padres ya se saldrán puntualmente de la celebración con responsabilidad, me pregunto en qué llegamos a convertir nuestras Eucaristías si nuestros pequeños no tienen cabida en ellas. Me quedo con la frase que un párroco me comentaba hace poco: “qué pena del día en que dejen de escucharse los murmullos de los pequeños, el llanto de un bebé en misa”. En Mateo 21, 16 se nos dice: “De la boca de los niños y de los que aún maman te preparaste alabanza”. El murmullo ocasional de sus llantos y vocecitas es su alabanza a Dios. Es como saben expresarse. No privemos al Señor de esta alabanza.
Pues después vienen los lamentos: “¿por qué hay tan pocos jóvenes en nuestras parroquias? ¿Por qué no viene a misa más que gente mayor? ¿Por qué no hay vocaciones?” Está claro que Dios es poderoso para sacar vocaciones de debajo de las piedras, para encontrarse y atraer a jóvenes a su Iglesia como, donde y cuando quiera. Pero no lo está menos que es nuestra responsabilidad trabajar por la viña del Señor. Y difícilmente crecerá una vid que no cuidamos estando recién plantada. Estos pequeños son el futuro de la Iglesia. De entre ellos saldrán los sacerdotes que el día de mañana nos administrarán los sacramentos. De ellos los religiosos y religiosas que trabajarán y orarán por nuestra salvación. De ellos los futuros matrimonios cristianos. De ellos, en definitiva, los santos y santas de la Iglesia de Dios. Y es nuestro deber cuidarlos en extremo. Porque defender la vida, animar constantemente a los padres a estar abiertos a ella, para luego no acogerlos cuando vienen a la casa de su Padre, es una hipocresía, ante la cual no todas las familias tienen la mismas raíces y madurez en la fe: muchos no volverán.
Las citas bíblicas al respecto serían incontables. Acabo con una de ellas: “Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe. Pero al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar” (Mt 18, 5-6).