5 de Septiembre del año de nuestro Señor de 1522.
Islas Azores.
Diario de a bordo de “La Victoria”, única nave superviviente de la expedición de la corona de Castilla y Aragón hacia las Molucas.
Juan Sebastián Elcano, Castellano de Guipúzcoa, comandante.
Tres años de travesía.
Hoy me he despertado por primera vez desde que iniciamos este viaje de locos, con la certeza de que salvaré la vida y llegaré a casa.
Quedamos dieciocho.
Llegamos andrajosos, desnutridos y con el alma arrasada.
Dejamos atrás cuatro naves, mas de catorce mil leguas, doscientos cincuenta hombres, entre ellos, el comandante Magallanes… hambre, miseria y locura.
Nos espera la gloria.
Voy a ser el primer hombre en dar una vuelta completa a la tierra.
Después de todo, Dios me ha reservado un destino que nunca hubiera imaginado.
Cuán lejos quedan aquellos días en los que participé en un inevitable intento de motín contra el déspota portugués. Pensábamos que ya habíamos padecido una travesía suficientemente penosa como para soportar las tiranías y vanidades de Magallanes.
Cuán lejos quedan aquellos días en los que amargado por la derrota del levantamiento pero contento de conservar el pellejo, descubríamos el estrecho tan ansiado que nos abría la puerta hacía la mar pacífica de las especias.
Mar pacífica pero... inmensa.
Pensábamos que habíamos pasado lo peor, que pronto llegaríamos a nuestro paradisíaco destino, que nuestras luchas y tensiones entre portugueses y castellanos, entre mandos y subalternos, entre egos y personalidades podían darse por buenos…
Pero nunca esperamos que esa mar fuera tan... inabarcable.
Cuán lejos quedan ya aquellas seis vacas y tres cerdos que embarcamos en San Lúcar.
Después de tres meses de horizonte plano y monótono nos rifábamos las cuatro ratas famélicas que correteaban por cubierta y nos peleábamos por unas galletas agusanadas que parecían un manjar.
El escorbuto se llevó a unos cuantos y el hambre a otros.
En ese momento me parecía buen destino el de mis compañeros de motín que vieron rodar sus cabezas de un tajo en aquel lejano Abril de hace dos años. En ese momento mi cabeza solo servía para ser consciente de estar tocando los límites de la resistencia humana… y tener pocas esperanzas de superarlos.
Pero la providencia divina, una vez más, nos concedió que la prueba no superara nuestras fuerzas, y por fin tocamos tierra. Fuimos fondeando en varias islas de extrañas gentes con los ojos rasgados, algunas amistosas y otras no tanto.
El comandante Magallanes recuperado y fiel a su estilo impositivo, iba provocando la conversión por dónde pasábamos, de aquellos indígenas, más por la fuerza o por superstición que por verdadero descubrimiento y aceptación del evangelio. Pero a Magallanes lo último que le importaba eran las almas. Él solo pensaba en el reconocimiento del rey al que le presentaría, no solo el descubrimiento de la nueva ruta sino su poder de persuasión espiritual. Magallanes solo pensaba en sí mismo... como siempre. Los habitantes de las islas que visitábamos se hacían cristianos gracias a la intimidación que provocaban nuestros arcabuces o gracias a los regalos que todavía conservábamos en las bodegas de nuestros barcos. Pero sobre todo se convertían gracias a la seductora personalidad de nuestro jefe, que aseguraba la protección de su majestad el rey Carlos y la del rey del cielo a todo aquel que abrazaba la fe católica.
Arrastrado por sus propios delirios de grandeza, Magallanes se vio obligado a intervenir en una reyerta entre jefezuelos de dos islas enfrentadas, para demostrar el poderío de Nuestro rey, del de los cielos y de él mismo.
Su prepotencia le llevó a luchar en una aventura gratuita, desembarcando en una playa más honda de lo esperado, solo con un puñado de soldados con las armas mojadas inservibles, contra un ejército de feroces indios con lanzas y muy mala baba, que aplastaron a los bravos pero engreídos extranjeros en un santiamén.
Cuán lejos quedan aquellos días en que yo me maravillaba de tan pobre final para un hombre que parecía, hasta ese momento, indestructible y verdaderamente tocado y protegido por los cielos. Ni motines, ni tempestades, ni hielos habían podido con la tenacidad y la fortaleza de aquel pequeño pero corajudo marino. Y sin embargo su cuerpo yacía flotando entre su propia sangre en su amada y pacífica mar, humillado por unos indios salvajes e inferiores.
Cuán lejos quedan aquellos días, que después de varios relevos en la comandancia de la expedición, recayó sobre mí el destino de tan diezmada aventura. Yo que por aquel entonces me contentaba con estar vivo después de tantas peripecias y de estar a bien con mi hacedor.
No tenía mayor ambición que esa.
Estar en paz.
Vivir en paz.
Sobrevivir.
Cuán lejos quedan aquellos días en los que decidí seguir por la ruta más peligrosa pero más corta para el regreso. No podíamos volver por dónde habíamos venido, debíamos seguir adelante por la ruta occidental, atravesando el mar océano Índico y doblar el temible cabo de Buena Esperanza, al sur del África. Esto suponía evitar los puertos y los barcos portugueses. Significaba prudencia, maniobras de distracción y escabullirnos constantemente de la atenta mirada del rey portugués Manuel que por su enemistad con Magallanes, había fletado barcos en su búsqueda para impedir el éxito de su aventura. No sabía que había muerto, pero sí sabía que había descubierto el estrecho.
Durante esta parte del viaje fue difícil el avituallamiento y el descanso, pero ya estábamos curtidos de las etapas anteriores. Los pocos que quedábamos éramos como un solo hombre. Habíamos pasado experiencias tan terribles que nuestras almas estabas unidas de una forma… diferente.
Ahora, cerca de llegar al final, me percato de todo lo que he vivido y soportado.
Comprendo cómo mi misión en este viaje estaba reservada para estas últimas etapas donde se necesitaba un espíritu más prudente que nunca.
Comprendo cómo la providencia divina tenía todo dispuesto para emplear mis dones y capacidades en el momento adecuado.
Comprendo cómo la providencia divina ha estado sosteniendo y protegiéndome de las inclemencias del viaje y de mi peor enemigo: yo mismo.
Todo lo que ha sucedido ha convenido para llegar tan lejos.
Todo ha sido para mi bien, para crear en mí, un espíritu de mansedumbre fortaleza y libertad. Mansedumbre ante lo que no puedo cambiar, fortaleza para soportar la voluntad divina cuando ésta es cruz y libertad ante mis demonios interiores.
He superado todo. Y todo depende de Dios.
El comandante de la travesía siempre fue él.
Como la vida...
Aunque se estreche, siempre hay una salida, un paso que descubrir.
Hay que arrojar por la borda lo inservible, hay que dejarse purificar por Dios.
La vida es una travesía difícil que hay que discernir, valorar y superar.
Se trata de asumir, rehacerse y seguir adelante.
Ahora recibiré glorias y honores que yo no buscaba.
Soy el primero en dar la vuelta a la tierra.
Después de todo, Dios me ha reservado un destino que nunca hubiera imaginado.
“Regresaron los 72 alegres, diciendo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre.» Él les dijo: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y sobre todo poder del enemigo, y nada os podrá hacer daño; pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos.»” (Lc 10, 17)
Islas Azores.
Diario de a bordo de “La Victoria”, única nave superviviente de la expedición de la corona de Castilla y Aragón hacia las Molucas.
Juan Sebastián Elcano, Castellano de Guipúzcoa, comandante.
Tres años de travesía.
Hoy me he despertado por primera vez desde que iniciamos este viaje de locos, con la certeza de que salvaré la vida y llegaré a casa.
Quedamos dieciocho.
Llegamos andrajosos, desnutridos y con el alma arrasada.
Dejamos atrás cuatro naves, mas de catorce mil leguas, doscientos cincuenta hombres, entre ellos, el comandante Magallanes… hambre, miseria y locura.
Nos espera la gloria.
Voy a ser el primer hombre en dar una vuelta completa a la tierra.
Después de todo, Dios me ha reservado un destino que nunca hubiera imaginado.
Cuán lejos quedan aquellos días en los que participé en un inevitable intento de motín contra el déspota portugués. Pensábamos que ya habíamos padecido una travesía suficientemente penosa como para soportar las tiranías y vanidades de Magallanes.
Cuán lejos quedan aquellos días en los que amargado por la derrota del levantamiento pero contento de conservar el pellejo, descubríamos el estrecho tan ansiado que nos abría la puerta hacía la mar pacífica de las especias.
Mar pacífica pero... inmensa.
Pensábamos que habíamos pasado lo peor, que pronto llegaríamos a nuestro paradisíaco destino, que nuestras luchas y tensiones entre portugueses y castellanos, entre mandos y subalternos, entre egos y personalidades podían darse por buenos…
Pero nunca esperamos que esa mar fuera tan... inabarcable.
Cuán lejos quedan ya aquellas seis vacas y tres cerdos que embarcamos en San Lúcar.
Después de tres meses de horizonte plano y monótono nos rifábamos las cuatro ratas famélicas que correteaban por cubierta y nos peleábamos por unas galletas agusanadas que parecían un manjar.
El escorbuto se llevó a unos cuantos y el hambre a otros.
En ese momento me parecía buen destino el de mis compañeros de motín que vieron rodar sus cabezas de un tajo en aquel lejano Abril de hace dos años. En ese momento mi cabeza solo servía para ser consciente de estar tocando los límites de la resistencia humana… y tener pocas esperanzas de superarlos.
Pero la providencia divina, una vez más, nos concedió que la prueba no superara nuestras fuerzas, y por fin tocamos tierra. Fuimos fondeando en varias islas de extrañas gentes con los ojos rasgados, algunas amistosas y otras no tanto.
El comandante Magallanes recuperado y fiel a su estilo impositivo, iba provocando la conversión por dónde pasábamos, de aquellos indígenas, más por la fuerza o por superstición que por verdadero descubrimiento y aceptación del evangelio. Pero a Magallanes lo último que le importaba eran las almas. Él solo pensaba en el reconocimiento del rey al que le presentaría, no solo el descubrimiento de la nueva ruta sino su poder de persuasión espiritual. Magallanes solo pensaba en sí mismo... como siempre. Los habitantes de las islas que visitábamos se hacían cristianos gracias a la intimidación que provocaban nuestros arcabuces o gracias a los regalos que todavía conservábamos en las bodegas de nuestros barcos. Pero sobre todo se convertían gracias a la seductora personalidad de nuestro jefe, que aseguraba la protección de su majestad el rey Carlos y la del rey del cielo a todo aquel que abrazaba la fe católica.
Arrastrado por sus propios delirios de grandeza, Magallanes se vio obligado a intervenir en una reyerta entre jefezuelos de dos islas enfrentadas, para demostrar el poderío de Nuestro rey, del de los cielos y de él mismo.
Su prepotencia le llevó a luchar en una aventura gratuita, desembarcando en una playa más honda de lo esperado, solo con un puñado de soldados con las armas mojadas inservibles, contra un ejército de feroces indios con lanzas y muy mala baba, que aplastaron a los bravos pero engreídos extranjeros en un santiamén.
Cuán lejos quedan aquellos días en que yo me maravillaba de tan pobre final para un hombre que parecía, hasta ese momento, indestructible y verdaderamente tocado y protegido por los cielos. Ni motines, ni tempestades, ni hielos habían podido con la tenacidad y la fortaleza de aquel pequeño pero corajudo marino. Y sin embargo su cuerpo yacía flotando entre su propia sangre en su amada y pacífica mar, humillado por unos indios salvajes e inferiores.
Cuán lejos quedan aquellos días, que después de varios relevos en la comandancia de la expedición, recayó sobre mí el destino de tan diezmada aventura. Yo que por aquel entonces me contentaba con estar vivo después de tantas peripecias y de estar a bien con mi hacedor.
No tenía mayor ambición que esa.
Estar en paz.
Vivir en paz.
Sobrevivir.
Cuán lejos quedan aquellos días en los que decidí seguir por la ruta más peligrosa pero más corta para el regreso. No podíamos volver por dónde habíamos venido, debíamos seguir adelante por la ruta occidental, atravesando el mar océano Índico y doblar el temible cabo de Buena Esperanza, al sur del África. Esto suponía evitar los puertos y los barcos portugueses. Significaba prudencia, maniobras de distracción y escabullirnos constantemente de la atenta mirada del rey portugués Manuel que por su enemistad con Magallanes, había fletado barcos en su búsqueda para impedir el éxito de su aventura. No sabía que había muerto, pero sí sabía que había descubierto el estrecho.
Durante esta parte del viaje fue difícil el avituallamiento y el descanso, pero ya estábamos curtidos de las etapas anteriores. Los pocos que quedábamos éramos como un solo hombre. Habíamos pasado experiencias tan terribles que nuestras almas estabas unidas de una forma… diferente.
Ahora, cerca de llegar al final, me percato de todo lo que he vivido y soportado.
Comprendo cómo mi misión en este viaje estaba reservada para estas últimas etapas donde se necesitaba un espíritu más prudente que nunca.
Comprendo cómo la providencia divina tenía todo dispuesto para emplear mis dones y capacidades en el momento adecuado.
Comprendo cómo la providencia divina ha estado sosteniendo y protegiéndome de las inclemencias del viaje y de mi peor enemigo: yo mismo.
Todo lo que ha sucedido ha convenido para llegar tan lejos.
Todo ha sido para mi bien, para crear en mí, un espíritu de mansedumbre fortaleza y libertad. Mansedumbre ante lo que no puedo cambiar, fortaleza para soportar la voluntad divina cuando ésta es cruz y libertad ante mis demonios interiores.
He superado todo. Y todo depende de Dios.
El comandante de la travesía siempre fue él.
Como la vida...
Aunque se estreche, siempre hay una salida, un paso que descubrir.
Hay que arrojar por la borda lo inservible, hay que dejarse purificar por Dios.
La vida es una travesía difícil que hay que discernir, valorar y superar.
Se trata de asumir, rehacerse y seguir adelante.
Ahora recibiré glorias y honores que yo no buscaba.
Soy el primero en dar la vuelta a la tierra.
Después de todo, Dios me ha reservado un destino que nunca hubiera imaginado.
“Regresaron los 72 alegres, diciendo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre.» Él les dijo: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y sobre todo poder del enemigo, y nada os podrá hacer daño; pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos.»” (Lc 10, 17)