El día del accidente, la televisión nos iba informando según iban teniendo conocimiento de los hechos de la tragedia. Los primeros datos hablaban de unos diez muertos y una veintena de heridos. Pusieron una foto de cómo había quedado el tren. Según las noticias, el número de víctimas se iba ampliando… era de noche. ¡Cómo no sentir gran pena!

Al día siguiente, a primera hora, los informativos ya comunicaban que eran varias decenas de muertos y más de heridos. Era una grave tragedia.

Hubo una reacción inmediata de solidaridad o, más bien, de fraternidad cuando al momento de descarrilar el tren los pocos pasajeros que salieron ilesos, atendieron a los compañeros de viaje accidentados. Al mismo tiempo los vecinos acudieron a socorrer a los heridos; trajeron mantas y ofrecieron sus casas para que fuesen atendidos en primera instancia los heridos.

Se pidieron voluntarios para donar sangre y los hospitales se llenaron de donantes con colas largas para ofrecer su sangre para aquellos que la necesitaban. Hubo muchos médicos que, no estando de servicio o en vacaciones, acudieron rápidamente a los hospitales y, según decía alguien, había más médicos que heridos.

Hubo empresarios hoteleros que ofrecieron las habitaciones del hotel para que pudiesen albergarse los familiares que iban acudiendo. Las autoridades actuaron con diligencia para ir suavizando esa tragedia y poniendo a disposición de los heridos lo que necesitasen. Por otra parte, se suspendieron los festejos del día de Santiago como manifestación del dolor de la ciudad y de Galicia ante esa desgracia. Me llamó la atención que al Presidente de la Xunta, al aparecer en televisión para dar oficialmente la noticia del accidente, se le cortó la voz debido a la emoción que tenía. Maravillosa la reacción.

En resumen, vi que los corazones no estaban muertos sino vivos y que vibraban ante la desgracia de tantos hermanos. Nos resultaría difícil comprender que ante estas emergencias alguien se quedara insensible pudiendo solucionar algo.

Me lleva esto a pensar que somos muy prontos y decididos para una entrega, una donación puntual, pero para una ayuda constante ¿cuántos nos apuntamos? Lamentablemente habrá heridos que, a pesar de estar hospitalizados, seguirán necesitando algún tipo de ayuda, más si están lejos de sus familias y de sus domicilios. Sin duda que no faltarán personas que estén a su lado, pero aun así, siempre habrá necesidades que nadie las cubra, porque no todos nos interesamos en ofrecer una ayuda prolongada.

Una vez que los restos del tren se retiren de las vías y los pasajeros no estén a nuestra vista, somos propensos a ignorar los problemas que a las personas heridas o a los familiares de los fallecidos, les esperan. A veces no ayudamos más por desconocer los problemas, por falta de información o coordinación o, tal vez, por falta de interés o por una falsa prudencia de no meternos donde no nos llaman. Hemos de reconocer que nos cuesta darnos. Nos es más fácil en ocasiones dar una limosna que dar nuestro tiempo o nuestra presencia. Preferimos mirar a otro lado. Y quienes nada pueden hacer en el orden material y son creyentes, si podrán orar. No olvidemos el poder de la oración.

Ayer eran esos hermanos accidentados en el tren los que necesitaban ayuda urgente, como también los familiares. Podría habernos ocurrido a cualquiera de nosotros, o puede sucedernos cualquier día. ¡Cómo nos gustaría que se portasen así con nosotros!

A la vez no dejo de preguntarme ¿cómo es posible que lo mismo que hemos visto gestos de solidaridad ante los accidentados, la mayoría de nuestra sociedad sea insensible ante el hecho de que se les está privando a miles de niños del derecho a vivir? ¿Por qué no ponemos todo nuestro empeño en la defensa de unas vidas que se suprimen antes de abrir sus ojos a la luz?

Decía el Papa el otro día aludiendo a tanta gente que moría cruzando el mar desde África hasta la isla Lampedusa que la pregunta que Dios hizo a Adán: “¿Dónde está tu hermano?” no era una pregunta que le hacía sólo a Adán, sino que es una pregunta que se nos dirige también a todos los hombres de nuestro tiempo, a mí, a ti, a cada uno de nosotros.

Lo que pasa es que los hombres de nuestro tiempo no acabamos de tomarnos en serio los dos grandes preceptos de Jesús: el amor a Dios y a los hermanos. ¿Qué nos pasa que somos tan versátiles? Indudablemente, porque "La cultura del bienestar nos vuelve insensibles a los gritos de los demás". Y estamos de lleno dentro de esa cultura. Nos absorbe y nos orienta en nuestra vida personal, familiar y profesional. Y si no, ¿por qué tanta corrupción, tanto abuso de los más débiles y de los más pobres, tanta injusticia, tantas zancadillas, tantas tensiones políticas…?

Hace unos días dijo el Papa en Brasil: Me gustaría hacer un llamamiento a quienes tienen más recursos, a los poderes públicos y a todos los hombres de buena voluntad comprometidos en la justicia social: que no se cansen de trabajar por un mundo más justo y más solidario. Nadie puede permanecer indiferente ante las desigualdades que aún existen en el mundo”.

No olvidemos que Dios ha puesto mucho bueno dentro de nosotros. Hagamos que aflore al exterior como sucede cuando aparecen hechos y desgracias como este accidente de hace unos días, y seamos generosos con los hermanos ya que Dios es generoso con nosotros.

Como cristianos o como hombres de buena voluntad, miremos si estamos trabajando limpiamente por el bien común, y no tanto por nuestros intereses, a veces con dosis altas de egoísmo, que no nos hacen felices.

José Gea