Son muchos los que se han hecho eco estos días de las palabras del Papa Francisco cuando afirmó que la fe es una revolución: “¿estás dispuesto a entrar en esta onda de la revolución de la fe?” preguntaba el Santo Padre a los jóvenes reunidos en Río de Janeiro. Para ser justos, el uso del término revolucionario no ha sido un invento de este Papa; sin ir más lejos Benedicto XVI habló ya de la “revolución del amor”, otro término, como revolución de la fe o revolución cristiana, que nace de ese ejercicio tan común desde hace casi un siglo en la Iglesia de tomar una palabra profana cargada de sentido y adjetivarla para intentar darle otro contenido (y cuyos resultados son, como mínimo, dudosos).
Se entiende lo que quieren decir los Papas al emplear la palabra revolución en un sentido no estricto: la fe en Cristo no es meramente decorativa, sino que debe provocar un cambio radical en nuestras vidas. Se toma revolución como sinónimo de cambio profundo, aquel que da lugar al hombre nuevo del que hablaba san Pablo.
Sólo que el término revolución, implicando un cambio profundo, incorpora más matices, matices que son incompatibles con la fe cristiana. Si por algo se caracterizaron las revoluciones fue por su voluntad constitutiva de romper por completo con todo lo pasado, bueno, malo o regular. Es lo que expresa con toda su fuerza el pasaje de la Internacional que afirma aquello tan gráfico: “del pasado hagamos tabla rasa”.
La actitud de Cristo es lo contrario de la actitud revolucionaria, como se constata con aquello de que ha venido a cumplir la Ley y no a derogarla. La Iglesia sigue el camino marcado por su Cabeza, todo lo contrario que los gnósticos, esos sí verdaderos revolucionarios, que renegaban violentamente del lastre del Antiguo Testamento. Esa actitud de tomar lo bueno del pasado resulta evidente en la Patrística y en la Escolástica, tanto respecto de las Sagradas Escrituras como de la filosofía griega. No es de extrañar pues que santo Tomás de Aquino afirmase que la gracia no destruye la naturaleza (que es, en el fondo, el objetivo de los revolucionarios), sino que la supone y perfecciona. La gracia de la fe lo cambia todo, es cierto, pero no a la manera revolucionaria, no haciendo tabula rasa del pasado, sino asumiéndolo y elevándolo a una nueva dimensión, la de los hijos de Dios.
Por otro lado, en su uso originario, el término revolución implica un giro o rotación que nos deja en el mismo punto de partida (los viejos recordamos aquello de los discos de 45 revoluciones por minuto). Es el sino de toda revolución, incapaz de mejorar ni a los hombres ni a las sociedades.
Mucho más adecuado parece el término “conversión”, cuyo significado literal es “volverse a”: la fe es un dirigir nuestra mirada al rostro de Cristo y entonces, sí, todo cambia de forma radical, nuestra vida, nuestras familias, nuestro modo de ver y relacionarnos con nuestros hermanos. Lejos de las revoluciones, que nos hacen girar sobre nosotros mismos y nuestras miserias, la conversión nos hace salir de nosotros y con la vista puesta en el Amado, contemplarlo todo de un modo nuevo. Es esa conversión, que debe renovarse constantemente, a la que somos llamados los cristianos y la que el mundo necesita hoy más que nunca.