Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte (San Pablo, 1 Corintios, 12, 26-27)
El jueves, mi sobrina y yo, fuimos a Notre Dame donde coincidimos con el comienzo de la oración de vísperas que presidía el arzobispo de París. Empezó aludiendo al accidente de tren de Santiago. Quiso solidarizarse con el dolor de las familias de los fallecidos, con los accidentados y con todo el pueblo español. Fueron palabras de cariño y llenas de unción. El arzobispo de París pedía a los católicos franceses oraciones por nosotros.
Francia y España, franceses y españoles, hemos vivido (y todavía hoy permanece) en rivalidad. Aliados con la llegada de los borbones al trono español, la invasión napoleónica, primero, y la cuestión sobre Marruecos, después, nos enfrentó. Sin embargo, lo que la lucha política y estratégica puede separar, la fe católica puede unir.
Vivir y celebrar la misma fe une a los pueblos y nos hace solidarios los unos con los otros. Esto es la catolicidad de la Iglesia y la comunión de los santos. Estés donde estés, cuando llegas a un lugar y encuentras una iglesia católica, sabes que estás en tu hogar, que no estás solo.
La Iglesia es un Cuerpo. Si un miembro sufre, todos sufren con él. Y es precisamente esta unión, comunión en el Cuerpo de Cristo, lo que nos hace solidarios en el dolor. Se podría decir que nos hace una sola carne, porque al participar de la misma comunión, tengo que salir de mi aislamiento. Paso de un ‘yo’ a un ‘nosotros’.
Y por eso, ante el dolor de los que han sufrido este gravísimo accidente, sean creyentes o no, sea católicos o de cualquier otra confesión, o religión, no digo, eso no es mi problema, sino que nuestro afecto, solidaridad y oraciones está con las víctimas y sus familias.
… en mi oración de comunión tengo que tener siempre presente que de esta manera él me ensambla con todas las otras personas que lo reciben, con el que está próximo a mí (quien posiblemente no me resulta simpático), pero también con aquel que está lejos, en Asia, África, América o en cualquier otro lugar. Al hacerme una sola cosa con él, tengo que aprender a abrirme a los demás y, en consecuencia, a comprometerme con ellos[1].