Se conoce a Cristo en la medida en la que le pertenecemos. Por eso la vida eterna, que consiste en conocerle, consiste también en ser poseído por Él.
En conocerle tal como es consiste la semilla y el desarrollo de la fe. Saber, por convicción divina, que está en la Santa Iglesia católica, es conocerle acá abajo conforme nos permite nuestra condición de peregrinos y preparar, en el secreto de la fe, nuestra condición de peregrinos. Nuestra recompensa será ver lo que creemos.
Para conocerle así, es menester pertenecerle; y nadie le pertenece si no es elegido y querido. O si no ha respondido a esa elección y a ese amor todopoderoso, mediante el abandono filial. La fe es un don de Dios, pero nadie se halla excluido de antemano; todos están llamados a conocer al amor divino por medio del Verbo hecho carne.
La fe es un don recibido y que todos podemos romper de un solo golpe, o aniquilar lentamente, como la planta que languidece en un lugar olvidado. Una larga desidia, fomentada por la pereza o el menosprecio, puede hacérnoslo perder, poco a poco, sin que nos demos cuenta. Dios debe ponerse en guardia en nosotros contra nosotros mismos. Es el principal papel de su gracia reparadora: impedir y neutralizar nuestras locuras.
¿Quién de nosotros piensa .seriamente en mostrarse orgulloso de su fe sino simplemente porque esa convicción de que Cristo es Dios y de que su Iglesia es verdadera , es en nosotros obra del Espíritu Santo y el sello de un amor eterno?
Y ya que toda nuestra vida consiste en buscar a Cristo y toda nuestra eternidad consistirá en poseerle, la fe que, al unirnos a Él nos permite reconocele; es verdaderamente el origen de todos nuestros bienes y la primera de nuestras virtudes, es decir, el fundamento de todo el edificio espiritual
Ella no suprime nada en nosotros; no apaga ninguna de nuestras dudas, no nos exige que nos tapemos los ojos con nuestras manos, sino que agudizando sobrenaturalmente nuestras facultades, haciéndonos ver con Dios y como Dios, nos descubre lo Invisible.