La palabra “santidad” –sin lugar a dudas- es la menos comprendida del diccionario, ya que siempre se le acompaña con una serie interminable de prejuicios, consecuencia de la ignorancia sobre el verdadero significado de la fe cristiana. Para la mayoría, un santo es aquella persona angelical, deshumanizada, incapaz de sentir el ímpetu del coraje o de los impulsos sexuales, que la Iglesia presenta como un modelo a seguir; sin embargo, bajo semejante punto de vista, resulta prácticamente imposible que alguien se plantee la posibilidad de vivir el Evangelio desde su entorno. Urge que las catequesis afronten mejor el tema, superando las leyendas urbanas que pesan sobre los hombres y las mujeres que han alcanzado la santidad, quienes -por cierto- eran muy humanos, alegres, audaces, bromistas y tan imperfectos como nosotros.
Lo primero que hay que dejarles muy claro a los jóvenes es que la fe se tiene que combinar con todas las áreas de su vida: familia, escuela, amigos, novia(o), deporte, música, hobbies, etcétera. No se trata de cortar con el mundo, de romper con las actividades propias del momento que están viviendo, como ir al cine o al partido de fútbol. Nos han vendido la idea de que un buen joven católico es el que vive encerrado en las cuatro paredes de su parroquia, aquel que -en lugar de saludar a un amigo con un “hola, ¿cómo estás?”- le grita: ¡hermanito, sonríe, Dios te bendice! Los “santos con jeans” viven en medio de la realidad social, sabiendo que ante las situaciones de pecado cuentan con la oración, las buenas obras y, por supuesto, los sacramentos. Se trata de una maniobra arriesgada; sin embargo, el Evangelio exige afrontar el riesgo de caer, de tropezar, con tal de evitar la “sobredosis” de seguridades. Los grupos juveniles son un soporte necesario, traen consigo un fuerte sentido de pertenencia, pero con miras a salir al encuentro de los que piensan diferente, de los alejados. Quedarse en la zona de confort que ofrecen, es un error, algo que no va con la lógica de Jesús y es ahí que se tiene que producir un cambio de enfoque, de mentalidad.
Jesús no sacó a sus discípulos del mundo. Lo que sí hizo, fue acompañarlos y formarlos para que vivieran su libertad con responsabilidad. A la Iglesia, a la pastoral juvenil, le toca ayudar a los jóvenes para que sean capaces de afrontar la vida con un criterio abierto a los valores del Evangelio. Un joven cristiano ni es el que cierra los ojos ante la más guapa de su clase, ni el que la trata como si fuera una cosa, sino aquel que vive con equilibrio su afectividad y sexualidad. Siempre hay que evitar los extremos. Tan malo es aplicar una moral intimidante, fundamentalmente normativa, como caer en el relativismo, en el “todo se vale”.
Una vez que se vive la experiencia de Dios y se asume el compromiso de caminar con él, es importante que los jóvenes se convierten en protagonistas de la nueva evangelización, que con su propio estilo de vida atraigan a los que -por el momento- no se sienten identificados con la opción de Jesús. Santos actuales, involucrados con las redes sociales, destacados en la escuela o en el trabajo. Necesitamos una nueva generación de jóvenes (y no tan jóvenes) laicos dispuestos a buscar el éxito sin olvidarse de la fe.
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