Me contaron el otro día que alguien estaba haciendo una tesis doctoral sobre las conversaciones que se oyen en bares, autobuses y otros lugares públicos. El autor llegaba a la conclusión de que, por lo general, no había diálogo alguno, sino dos monólogos. Lo normal, explicaba, es que cada uno vaya a lo suyo, con la apariencia de seguir al otro, pero en realidad con la cabeza muy fija en sus propias ideas.
Cada día nos encontramos con situaciones así. Lo anormal, por infrecuente, es escuchar. Sin embargo, posiblemente todos recordamos con afecto a alguien que sí sabía escuchar y que, por eso mismo, suscitaba confianza en quien le hablaba y aumentaba los deseos de comunicarse con él. Y es que escuchar es el camino más rápido para generar confianza dentro de los grupos humanos; hay que hacerlo con empatía, esto es, poniéndose en el lugar del otro para ver ese trozo de la vida que nos está contando como lo ve él.
A veces, bastará con escuchar un desahogo sin necesidad de hacer nada más; en ocasiones, se podrá solucionar el problema allí mismo.
Saber escuchar no es algo innato: se aprende. ¿Qué hace un mentor? ¿Qué hace un coach? ¿Qué hace un mediador familiar? ¿Qué debe hacer un padre o madre de familia? ¿Qué hace un directivo? Cada uno cosas muy distintas pero si saben escuchar, me atrevería a decir que han realizado más de la mitad de su trabajo.
Una persona que se siente escuchada es una persona valorada. Escuchar es una actitud que siempre llega. El que habla piensa: “Lo que digo le interesa. Aporto. Me tiene en consideración. Me valora. Confía en mi”. Siempre ayuda a calmar el nivel de preocupación y de ansiedad en un equipo de personas.
Todos necesitamos comentar cosas, porque todos necesitamos ser (y sentirnos) escuchados.
No olvidemos que las personas somos cabeza y corazón. Para que una persona se sienta escuchada tendrá que sentirse entendida en su razonamiento y atendida en su sentimiento. Si no, no se sentirá escuchada.
Escuchar -en la empresa y en la familia- es un negocio redondo.