El beato José Polo Benito, a bordo del Champollion, escribe para El Castellano esta crónica camino de Tierra Santa. Aparece en la edición del 27 de mayo de 1933.

 

 

EN RUTA HACIA TIERRA SANTA

 

Lo que sorprende al volver a Francia después de algún tiempo es advertir en seguida cómo se pone de manifiesto la contradicción entre los hechos y las palabras en punto a religión y laicismo. Mientras por un lado suena el vocerío de prensa, magisterio y política, en porción todavía considerable, cantando a pulmón lleno las excelencias del anticlericalismo, andan por otro el sentir y hacer del pueblo.

 

Una comprobación reciente. El día 5 del mes entrábamos en Marsella los cruzados de España, y durante el paseo por el Prado, la Canebière y por las calles de la ciudad vieja, tuvimos ocasión de presenciar tres entierros. En todos, el conmovedor aparato de la liturgia cristiana: la parroquia presidiendo con cruz alzada la fúnebre conducción. Y cuenta que a cada sepelio, por la calidad del barrio al cual correspondía —aristocracia, clase media, pueblo— podía asignársele categoría de exponente de opinión en un país sin oficialidad de culto, más persuadido ya de que, sobre la parcialidad del sectarismo, alienta arrolladora y triunfante la profesión de una fe, alma de una nación.

 

El hecho se ha evidenciado con ejemplar notoriedad durante los días de nuestro pasaje a bordo del Champollion. Más de 600 personas navegábamos en el paquebote francés, contando en la cifra la tripulación y los viajeros. Desde el primer momento, el comandante puso a disposición de los peregrinos de Francia, Bélgica, Holanda y España los mejores salones del barco, para que en ellos se celebraran la misa y los ejercicios piadosos que por la tarde se practicaban. Hizo más. El domingo, día 6, hubo misa solemne sobre cubierta, que dijo un sacerdote español, y el comandante, algunos militares y varios soldados senegaleses asistieron devotamente al santo sacrificio. Este ambiente de libertad, estas facilidades para el desenvolvimiento de la vida espiritual, ponen más de relieve el contraste en los intérpretes y servidores autorizados del régimen republicano en nuestro país.

 

¡Con cuánta pena lo recordaba oyendo esta mañana el himno eucarístico con que en alta mar hemos saludado el venir del día! Aquí puede vocearse la realeza de Cristo y la del Papa sin que nadie rasgue escandalizado las vestiduras, ni se impongan sanciones pecuniarias.

 

 

Con discreto silencio escuchaban nuestro canto los judíos que, expulsados de Alemania, marchan con rumbo a Palestina en busca de tranquilidad, al abrigo del hogar nacional. En todas las manifestaciones de esta singular convivencia sobre la casa flotante del barco, se advierte un profundo respeto al sentimiento religioso no solo como signo de cultura, sino como persuasión de la necesidad, cada día más patente, de dar a la vida un sentido espiritualista.

 

Hasta los propios semitas -lo he oído de sus labios- condenan el tono de ateísmo que el Parlamento ha puesto en la carta constitucional. ¿Es que piensa el Gobierno transformar a fuerza de leyes el alma del país? Veinte siglos de opresión no han sido capaces de cambiar el espíritu judaico. La ley, sin la existencia del consenso popular, es cosa muerta.

 

Así piensan las gentes de Europa. Vamos hacia Oriente, donde la mezcla de religiones no plantea ningún problema; donde basta con la libertad para que el catolicismo supere victorioso las luchas del pensamiento y de la acción.

 

Un ruego para terminar esta croniquilla, escrita minutos antes de desembarcar en Alejandría. Como habrán de leerla familiares y amigos de nuestros peregrinos, sepan que Dios protege hasta ahora la salud de todos y que todos caminan anhelantes de pisar pronto la tierra bendecida con la sangre de Dios.