El pasado miércoles asistí a un funeral. La finada fue, por lo que contaron, una mujer muy sacrificada a lo largo de una vida, que gastó en amar a su marido, ofrecer sus mejores cuidados a sus hijos y enseñar con infinita paciencia durante sus muchos años como maestra.
A Dios gracias, sin ser rácanos a la hora de hablar de sus virtudes, la homilía no consistió en canonizar por adelantado a la difunta, como tantas veces se hace. La prédica del padre fue verdaderamente inspiradora, con importantes enseñanzas y reflexiones para los vivos.
Antes de concluir la misa, como es costumbre, algunos familiares tomaron la palabra. Todos hablaron desde la fe, con enorme cariño y entereza, evitando esas expresiones anticristianas demasiado habituales como "querida abuelita, allá donde estés..." (como si la fe no nos dijera que no hay más destinos finales que Cielo o infierno).
Por contra, pudimos asistir al emocionado agradecimiento de una de las hijas, que había acogido en su casa a sus padres durante los meses de larga enfermedad: "Gracias, papá, por haber hecho de la cama de mamá un altar".
Todos deberíamos poder morir así. En paz, en casa, rodeado de los nuestros, con la ayuda espiritual necesaria. Para que nuestro lecho de muerte sea un altar.