Es común escuchar, cuando se cumplen cien días de su llegada al Pontificado, que el Papa está haciendo en Roma lo que hacía en Buenos Aires y que se trata de la misma persona, que hace las mismas cosas, con la espontaneidad de siempre. Creo que es una percepción superficial que puede dar lugar a equívocos más o menos graves.
Entre el cardenal Bergoglio y el Papa Francisco hay una diferencia esencial; esa diferencia se llama Espíritu Santo. Bergoglio era el arzobispo de Buenos Aires. Francisco es el obispo de Roma y por ello vicario de Cristo y pastor de la Iglesia universal (cargo, por cierto, que ejerce, como se ve en el nombramiento de obispos). Puede ser que a Francisco, lo mismo que a Bergoglio, le gusten más los tangos que Beethoven; a ambos les encantaba estar en medio del pueblo y oler a oveja; los dos preferían la sencillez franciscana y la austeridad jesuítica. Es decir, sin Bergoglio no hubiera existido Francisco y el paso del Espíritu Santo por el antiguo cardenal de Buenos Aires no le cambió ni el gusto musical ni su manera de ser; pero antes no era el Papa y ahora sí. Y eso es esencial. Eso es lo esencial.
En estos cien días, los medios de comunicación se han estado fijando en el aspecto humano de Francisco, el aspecto "bergogliano" del personaje. Está bien y es lógico. Sobre todo, es pintoresco y da muchos titulares. Pero se está corriendo el riesgo de que no nos demos cuenta de que estamos ante alguien esencialmente distinto al que era antes. Ahora es el Papa y antes no.
Por eso ha sido muy importante para mí poderle saludar personalmente. Conocía, y estimaba, al cardenal Bergoglio desde hace mucho tiempo. Me he reunido con él en Roma, en Madrid y en Buenos Aires, donde nos abrió las puertas para que en su diócesis pudiéramos entrar los franciscanos de María. Siempre fue cordial, caballeroso, acogedor. Sin embargo, cuando la semana pasada tuve la oportunidad de participar en la Misa que él preside todos los días en la capilla de la casa de Santa Marta, donde reside, y luego saludarle al concluir la misma, no iba yo con el ánimo de encontrarme con el viejo conocido bonaerense, sino con el sucesor de San Pedro. Y lo que encontré no me defraudó. seguía siendo caballeroso, acogedor y estuvo aún más cordial, sonriente y simpático, como si el espíritu Santo le hubiera rejuvenecido y liberado de quién sabe qué corsés. Pero, sobre todo, era de verdad otra persona. Era el Papa. Fue al Papa a quien besé la mano -como antes hice con Benedicto XVI y Juan Pablo II- y fue al Papa a quien prometí obediencia en nombre propio y de los Franciscanos de María. Fue el Papa quien me dio la bendición, fue él quien me alentó a seguir adelante y fue el Papa el que me dijo que se acordaba de mí y el que me trató con un gran cariño.
Han pasado cien días desde que el cardenal Bergoglio dejó de existir para dar paso al Papa. Si antes apreciaba al arzobispo de Buenos Aires, ahora a quien veo es a Francisco, vicario de Cristo, Pastor de la Iglesia universal y obispo de Roma. Lo que veo -lo que pudieron tocar mis manos-, me gusta y me gusta mucho. Pero aunque así no fuera, para mí lo importante es que es el Papa. Esa es la diferencia, eso es lo esencial, esa es la visión católica de las cosas.
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