Sí señores, semejante aniversario, el de la definitiva despenalización del cristianismo en el Imperio, y ha pasado absolutamente inadvertido. Y es que aunque, a decir verdad, no se pueda determinar la fecha de su promulgación con precisión total, sí se sabe que ocurrió a lo largo del mes de junio del año 313, es decir, que algún día del mes pasado cumplió 1.700 redondos añitos.
 
            El Edicto de Milán es el colofón del último capítulo, pero no por ello menos cruel, de la persecución de los cristianos por las autoridades imperiales. Concretamente la que llevan a la práctica los emperadores Diocleciano y Galerio en el año 303, conocida por su crueldad como la “Gran Persecución”. Una persecución que ordenó demoler iglesias, quemar copias de la Biblia, privar a los cristianos de cargos públicos y derechos civiles, obligarles a rendir sacrificios a los dioses bajo pena de muerte y la eliminación de las autoridades eclesiásticas, entre otras cosas.
 
            La ineficacia de la persecución llevará a uno de sus grandes protagonistas, Galerio, a promulgar el 30 de abril del 311, apenas unos días antes de su propia muerte acaecida en mayo, el llamado Decreto de Tolerancia de Nicomedia (), por el que cesaban las persecuciones anticristianas.
 
            Una muerte que junto a la de Diocleciano apenas siete meses después, el 28 de diciembre, abre las luchas por la sucesión en el cetro más codiciado del mundo: el del Imperio. En el marco de ellas, el 28 de octubre de 312 en la parte occidental del mismo, uno de los grandes candidatos, Constantino, se enfrentaba al otro, Majencio, en la batalla del Puente Milvio. La batalla viene precedida de la visión del primero, cuya madre era cristiana, una visión en la que se le presenta una cruz junto a una leyenda que dice en griego “Εν Τούτῳ Νίκα”, “in hoc signo vinces” en latín, “con este signo vencerás”, y que le lleva a ordenar que los escudos de sus soldados porten dicha cruz, según nos relata Eusebio de Cesarea en su obra “Vida de Constantino”.
 
            Conseguida la victoria, Constantino se reúne en Milán con Licinio, -casado, por cierto, con su hermana Flavia Julia Constancia-, quien por su parte, pugnaba desde la muerte de Galerio por la parte oriental del Imperio con Maximino Daya. Del encuentro entre los coemperadores surge el llamado Edicto de Milán que firman los dos, y cuyo texto nos llega por Lactancio en su “De mortibus persecutorum” y también, una vez más, por Eusebio de Cesarea, que lo publica en su Historia eclesiástica con estas palabras, un tanto repetitivas y redundantes, a pesar de lo cual lo transcribimos completo:
 
            “Al considerar ya desde hace tiempo que no se ha de negar la libertad de la religión sino que debe otorgarse a la mente y a la voluntad de cada uno la facultad de ocuparse de los asuntos divinos según la preferencia de cada cual, teníamos mandado a los cristianos que guardasen la fe de su elección y de su religión.
 
            Más como quiera que en aquel rescripto en que a los mismos se les otorgaba semejante facultad parecía que se añadían claramente muchas y diversas condiciones quizás se dio que algunos de ellos fueran poco después violentamente apartados de dicha observancia.
 
            Cuando yo Constantino Augusto, y yo, Licinio Augusto, nos reunimos felizmente en Milán y nos pusimos a discutir todo lo que importaba al provecho y utilidad públicas, entre las cosas que nos parecían de utilidad para todos en muchos aspectos, decidimos sobre todo distribuir unas primeras disposiciones en que se aseguraba el respeto y el culto a la divinidad, esto es, para dar tanto a los cristianos como a todos en general libre elección en seguir la religión que quisieran, con el fin de que lo mismo a nosotros que a cuantos viven bajo nuestra autoridad, nos puedan ser favorables la divinidad y los poderes celestiales que haya.
 
            Por lo tanto, fue por un saludable y rectísimo razonamiento por lo que decidimos tomar esta nuestra resolución:
 
            Que a nadie se le niegue en absoluto la facultad de seguir y escoger la observancia o la religión de los cristianos, y que a cada uno se le dé la facultad de entregar su propia mente a la religión que crea que se adapta a él, a fin de que la divinidad pueda en todas las cosas otorgarnos su habitual solicitud y benevolencia.
 
            Así era natural que diéramos en rescripto lo que era de nuestro agrado: que surpimios por completo las condiciones que se contenían en nuestras primeras cartas a tu santidad acerca de los cristianos, también se suprimiría todo lo que parecía enteramente siniestro y ajeno a nuestra mansedumbre, y que ahora cada uno de los que sostienen la misma resolución de observar la religión de los cristianos, la observen libre y simplemente, sin traba alguna.
 
            Todo lo cual decidimos manifestarlo de la manera más completa a tu solicitud para que sepas que nosotros hemos dado a los mismos cristianos libre y absoluta facultad de cultivar su propia religión.
 
            Ya que estás viendo lo que precisamente les hemos dado nosotros sin restricción alguna, tu santidad comprenderá que también a otros quienes lo quieran se les da facultad de proseguir sus propias observancias y religiones –lo que precisamente está claro que conviene a la tranquilidad de nuestros tiempos-, de suerte que cada uno tenga posibilidad de escoger y dar culto a la divinidad que quiera.
 
            Esto es lo que hemos hecho, con el fin de que no parezca que menoscabamos en lo más mínimo el honor o la religión de nadie.
 
            Pero además en atención a las personas de los cristianos, hemos decidido también lo siguiente: que los lugares suyos en que tenían por costumbre anteriormente reunirse y a cerca de los cuales ya e la carta anterior enviada a tu santidad había otra regla, delimitada para el tiempo anterior, si apareciese que alguien los tiene comprados, bien a nuestro tesoro público bien a cualquier otro, que los restituya a los mismos cristianos sin reclamar dinero ni compensación alguna, dejando de lado toda la negligencia y todo equívoco. Y si algunos, por acaso, recibieron como don que esos mismos lugares sean restituídos lo más rápidamente posible a los mismos cristianos.
 
            Más de tal manera que tanto los que habían comprado dichos lugares como los que los recibieron de regalo, si pidieran alguna compensación de nuestra benevolencia, puedan acudir al magistrado que juzga en el lugar, para que también se provea a ello por medio de nuestra bondad.
 
            Todo lo cual debe ser entregado a la corporación de los cristianos por lo mismo gracias a tu solicitud, sin la menor dilación.
 
            Y como quiera que los mismo cristianos no solamente tienen aquellos lugares en los que acostumbran a reunirse, sino que se sabe que también poseen otros lugares pertenecientes, no a cada uno de ellos sino al derecho de su corporación, esto es, de los cristianos, en virtud de la ley que anteriormente he dicho mandarás que todos esos bienes sean restituídos sin la menor protesta a los mismos cristianos, esto es, a su corporación, y a cada una de sus asambleas, guardaba, evidentemente, la razón arriba expuesta: que quienes como tenemos dicho les restituyan sin recompensa. Esperan de nuestra benevolencia su propia indemnización.
 
            En todo ello deberás ofrecer a la dicha corporación de los cristianos en la más eficaz diligencia, para que nuestro mandato se cumpla lo más rápidamente posible, y para que también esto gracias a nuestra bondad, se provea a la común y pública tranquilidad.
 
            Efectivamente, por esa razón, como también queda dicho, la divina solicitud por nosotros que ya en muchos asuntos hemos experimentado, permanecerá asegurada por todo el tiempo.
 
            Y para el alcance de nuestra legislación benevolente pueda llegar a conocimiento de todos, es preciso que todo lo que nosotros hemos escrito tenga preferencia y por orden tuya se publique por todas partes y se lleve a conocimiento de todos, para que a nadie se le pueda ocultar esta legislación, fruto de nuestra benevolencia” (op.cit. 10, 5).
 
            Tan solo añadir que la emisión del Edicto de Milán le dio suerte también a Licinio, que derrotará a su rival por el Imperio oriental, Maximino, en la batalla de Tzirallum. Si bien no tanta cuando aquél al que se enfrenta es a su cuñado Constantino, que le derrota en la batalla de Adrianópolis diez años después, concretamente el 3 de julio de 324.
 
            Reducido a una suerte de arresto domiciliario con mucha libertad de movimientos, cuando Licinio quiera resarcirse intentando reclutar un ejército contra Constantino, éste lo ordena ejecutar. Todo lo cual sea, probablemente, la razón por la que finalmente el importante Edicto se acostumbra a atribuir a Constantino, cuando en realidad tan obra fue de él como de su colega en el cetro imperial, Licinio.
 
 
 
            ©L.A.
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