No esperen Vds. encontrarla estos días en la cartelera. Se trata de una película antigua ya, del año 1991. Que vi en su día y en la que pienso muy a menudo. En realidad, cada vez que me toca entrar en un hospital, gracias a Dios nunca hasta la fecha por mi propia necesidad, pero sí, desgraciamente, por la de tantos seres queridos.
La película es del año 1991. Fue su director Randa Haines, y su guionista –la película en realidad reposa sobre su guión- Robert Caswell, que a su vez, se inspiró en el libro de Ed Rosenbaum “A taste of my own medicine”, traducible como “El sabor de mi propia medicina”, o si quieren Vds., más llamativo, “Una chupadita a mi propia medicina”, título de lo más elocuente que lo dice todo sobre la historia. En el reparto un jovencísimo William Hurt, en el esplendor de su galanura, y la guapa Elizabeth Perkins dándole la réplica.
Y ahora la historia, que es lo que importa. A grandes rasgos porque la vi hace ya mucho tiempo, un médico consagrado, el mejor en su especialidad, que no sólo no ve en los pacientes otra cosa que un cliente y un peldaño en su carrera hacia el éxito y la riqueza sino que, por si ello fuera poco, los trata como si animales fueran, con la mínima exquisitez y el menor tacto, confiado en que su ciencia y su habilidad es lo único que tienen derecho a exigir cuando se ponen en sus manos. Entre otros divertimentos del señorito en cuestión, el de hacer la vida imposible a una compañera de profesión y de hospital que acontece ser, precisamente, la única persona que le hace sombra en su especialidad, en una suerte de relación esquizofrénica gobernada por la competitividad y por la envidia.
De repente una enfermedad, pero no a un paciente, sino al mismísmo doctor: la misma enfermedad que él acostumbra a tratar. El doctor ha de tomar una primera decisión: ¿en manos de quién ponerse? ¿En qué manos va a ser? En las mejores, es decir en las de aquella persona a la que el doctor hacía la vida imposible, en las de su colega y competencia, convertida ahora en el medio necesario para su curación.
Tras una penosa convalecencia, tan penosa como la que sufrían sus pacientes cuando el médico era él pero endulzada por el cariño y el respeto que sí aporta al tratamiento la doctora en cuyas manos se ha puesto, el doctor entiende la importancia del trato humano con el paciente, casi tanta o tanta como la del propio tratamiento que él es capaz de dar. Entiende que un paciente es una persona que mira a su médico como un niño mira a sus padres.
Y la escena final: en su regreso a la normalidad, el médico al que su colega ha salvado la vida y convertido, de paso, en una nueva persona, obliga a todos los jóvenes alumnos con los que pasa consulta a desnudarse, ponerse la batita de los pacientes y pasar en una habitación un par de días para que comprendan cómo se sienten los que van ser tratados por ellos en el futuro.
Una gran película, que les recomiendo a Vds. si pueden hacerse con ella. Un “imperdible” en las facultades de medicina. Llena de sentido, llena de actualidad en una época en la que todos deberíamos amar más nuestra profesión y también a las personas que nos rodean, más aún si como cuando de un paciente se trata, tan necesitadas están de cariño y tan dependientes son de nosotros. No cuesta tanto y los primeros beneficiados seríamos nosotros mismos, porque hay mucho más placer en dar cariño de lo que nadie pueda imaginar. Casi tanto como en recibirlo.
©L.A.
Si desea suscribirse a esta columna y recibirla en su correo cada día,
Otros artículos del autor relacionados con el tema
(haga click en el título si desea leerlos)