Terminamos esta serie con lo que declara el sacerdote mártir Gregorio Martín y que en El Castellano, del 2 de septiembre de 1931, fueron publicadas:
«Unas cuartillas del señor cura ecónomo de Guadamur.
Lo que hay de cierto. - Líbreme Dios de negar, de espaldas a las delicadas observaciones de la clínica, que, al poderoso influjo de una autosugestión, pueda surgir en la retina la encantadora imagen de una supuesta aparición milagrosa. Norma invariable de la Iglesia es, por esto, aquilatar prolijamente todas las circunstancias antes de señalar la efectividad del prodigio, y solo habla cuando, agotan todos cuantos elementos de juicio puedan ofrecérsele, le ha sido factible deslindar campos y establecer lo que es naturalmente explicable y aquello que pertenece a la esfera de lo sobrenatural.
No, no niego el terrible poder la sugestión. Fácil sería, si por acaso hablaseis con algún pseudo vidente, que acabara por sugestionaros también; tal firmeza de convicción hay en sus palabras. Y es que el que así os puede hablar no es un embustero. Es, simplemente, un sugestionado. Ve, en efecto, pero allá en su interior, sin que esta visión por consiguiente responda a ninguna objetividad real.
Mas si puede parecer ridículo y pueril pretender milagros y apariciones, que tengan su razón de ser en un desequilibrio de nervios, situándose de espaldas a la ciencia, lo sería igualmente, y hasta monstruoso, querer explicar todos los prodigios naturalmente, de espaldas a la fe.
¡Ezquioga! ¡Guadamur! Dos lugares donde afirman que la Madre de Dios se aparece. La noticia ha corrido por España entera como chispa en reguero de pólvora. En la carretera que conduce al último, y bordea el olivar propiedad de los señores Romillo, se agrupan a todas horas, de día y de noche, infinidad de coches procedentes de distintos puntos. En todo momento son innumerables las personas que allí acuden. Unos afirman que ven la aparición. Otros regresan apesadumbrados de no haberla visto. Y no faltan los que, con escéptica sonrisa de espíritus fuertes, les parezca ser esto inaudito en el siglo actual, como si hubiera limitación de tiempo para la omnipotencia de Dios.
- ¿Usted qué opina, señor cura?, me suele preguntar alguno de ellos.
-Francamente, nada -respondo- puedo asegurarles que yo no lo he visto. (Debo advertir que no soy el párroco de este pueblo, donde ha veinte días que hallo supliendo a quien lo es hasta que disfrute los dos meses de licencia que le han sido concedidos).
«En el caso que nos ocupa, no soy el indicado, por otra parte, para públicamente opinar. Mas, si mis ojos no vieron a estas horas la celestial imagen, relatemos lo que observaron a mi alrededor.
De vuelta al pueblo, tras breve paréntesis de obligada ausencia, son muchos los que, saliéndome al encuentro apenas doy en las primeras casas, me hacen sabedor del extraño suceso con emoción mal contenida. ¿Los primeros testigos? Unas niñas. Sonrío y callo. Y las pequeñuelas que esperan impaciente mi regreso para referirme todo cuanto es a estas horas del dominio de nuestros lectores, me invitan a subir al lugar con ellas. Se lo prometo: allá a la caída de la tarde, cuando mitigue sus rigores este sol de fuego de Castilla y ganoso de hallar vacilaciones en la respuesta y contradicción en el detalle, las someto hábilmente a un extenso interrogatorio. Todas me contestan con serenidad admirable. Hay en el ingenuo deslizarse de la infantil conversación rotundísimas afirmaciones defendidas con ese ardor que ponen los niños en las suyas cuando saben que lo que dicen es verdad. Por mi parte, ni afirmo ni niego. Prudencia y calma.
Llegados que fuimos al lugar señalado, seguidos de una muchedumbre inmensa en la que figuraban personas de toda clase y condición, se reza el santo rosario en medio de profundo silencio. Tengo a las niñas arrodilladas ante mí. Concluida la plegaria, nos ponemos en pie. Aún no han visto nada. ¿La verán esta tarde? Asidas a mis manos recorremos el olivar. Y cuando conversando con ellas, hemos andado no más de veinte pasos, María Corral y Justinita Alonso, de diez y doce años, respectivamente, señalando con las manecillas trémulas un olivo próximo, exclaman a un tiempo mismo intensamente pálidas:
- ¡Ahí está! ¡Mírela, mírela, señor cura!».
Un escalofrío sacude mis carnes. No veo nada. Ellas se aferran a mí y se echan a llorar. No hay medio humano de hacerlas que se acerquen. Y al hacerlo yo, para infundirles ánimos, me aseguran que la Señora retrocede, desapareciendo instantes después.
Os juro que, si no hubiera visto, con ser bastante, nada más que esto, no hubiera emborronado estas cuartillas.
Pero he visto más: hombres de los de pelo en pecho, no fácilmente sugestionables, de veinticinco, de treinta cuatro y cuarenta y cinco años, de fe tan lánguida que pudiera juzgarse extinta que, subiendo al espoleo de la curiosidad, y alguno con expresa intención de mofarse al lugar de las supuestas apariciones, regresaron convulsos, aterrados, admirando a los que fueron testigos de la escena y conmoviéndoles con el amargo llanto de sus ojos brotado al resurgimiento de su fe. No cito nombres por la extensión de estas cuartillas, habiendo sido dados a la publicidad en anteriores números.
Caso curiosísimo el de un joven apellidado Patiño, de unos veinticinco años de edad que, tumbado al pie de un olivo en unión de varios compañeros, siendo por filo la media noche, decía burlándose:
-No seáis tontos, la Virgen no viene. Es de nogal y arde; continuando con otras frases de peor gusto, que la pluma se resiste a escribir.
Instantes después la ve y retrocede aterrado porque asegura que la aparición avanza hacia él, desplegado el negro manto como si quisiera cobijarle en dulce arranque de amorosa ternura.
Son varios los casos de mujeres y jovencitas que dicen la vieron; pero, sin negar su veracidad, las paso por alto por la fácil impresionabilidad característica del temperamento femenino.
¿Sugestión? Puede efectivamente darse en muchas de las personas que ahora acuden con el anhelo de ver las apariciones; incluso puede extender ahora a las niñas que primeramente la vieron.
Pero no olvidemos que entre tanto concurso de gentes la carencia de sugestiones sería también otro milagro. Y, sobre todo, que la última palabra ha de decirla el magisterio de la Iglesia. Gregorio Martín Ruiz».