“En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13, 35).
Cuán conocida nos resulta esta frase de Jesús en el Evangelio de San Juan, y sin embargo, qué lejos seguimos estando de ella. No hablo de falta de amor entre los hombres a nivel general, ni de la falta de amor entre los cristianos. Aterrizo más: cuánto amor y unidad nos falta entre los católicos.
La acción del Espíritu Santo en la Iglesia es impresionante. Hay tantas órdenes religiosas, movimientos, comunidades, realidades… tanta belleza, dones, espiritualidades… Si unas se apagan, otras nuevas nacen. El Espíritu sopla aquí y allá avivando la Iglesia, suscitando en ella lo que en cada momento ésta necesita.
Sin embargo, qué estrechez de miras y qué corazón tan pequeño tenemos a veces para darnos cuenta. Observo preocupado y entristecido que a muchos niveles en la Iglesia, laicos y consagrados, no valoramos esto. Es más, llegamos a despreciarlo. Pareciera que sólo la realidad en la que yo he conocido y vivo la fe es válida, y que con atrevimiento pudiéramos mirar por encima del hombro a los que se encuentran fuera de ella. Podemos poner nombres concretos a realidades que sufren estos rechazos: Camino Neocatecumenal, Comunión y Liberación, Opus Dei, Renovación Carismática, Focolares… y tantísimos más. Algunos de ellos son realmente muy diferentes entre sí. Y no obstante, en todos los casos hablamos de movimientos o espiritualidades aprobadas y bendecidas por la Iglesia, instrumento para la conversión y salvación de muchos. En este mundo tan secularizado, tan falto de luz y esperanza, ¿no debería ser para nosotros una bendición todo hermano que comparte nuestra fe? Puedo asegurarles que el simple hecho de cruzarme por la calle con una religiosa que lleva su hábito, o con un sacerdote con su clériman, me resulta una gran alegría. Y quisiera muchas veces pararlos para hacérselo saber, y decirles que Dios les bendiga, pero ay, los respetos humanos, ya se sabe.
Volviendo al tema: si somos conscientes de que una comunidad, un movimiento, ha sido instrumento para que despertemos a la fe o crezcamos en ella, ¿cómo es posible que tengamos una sola mala palabra para otra realidad de la Iglesia? ¡Casi tendríamos que descalzarnos ante ella, siendo como es instrumento del Espíritu Santo para la salvación de los hombres! Y voy todavía más allá: si vivimos la fe en una comunidad, y ésta ha sido rechazada o criticada por nuestros hermanos cristianos, o incluso por sacerdotes, y hemos sentido en el corazón el dolor de no sentirnos queridos en nuestra propia casa, ¿seremos capaces de repetir esta experiencia hacia otros, y no amarlos como hermanos en la fe?
Estas críticas o rechazo son una gran falta de caridad. Pero resultan aún más graves cuando las realizamos entre personas alejadas de la fe, contribuyendo con ello a apagar al pábilo vacilante. Igualmente si es entre pequeños y jóvenes. Más nos valdría, como nos decía el Señor, que nos pongan una rueda de molino al cuello y nos echen al mar. Pues esto también es escandalizar.
Seamos astutos, hijos de la luz. También nos dijo Jesús que un reino dividido no puede subsistir. Ni siquiera Satanás lo hace. Vivimos tiempos difíciles para la fe, es cierto. Pero en las dificultades residen las grandes oportunidades, y despierta la valentía. El Señor provee para su Iglesia, empezando por un Papa que nos regala palabras como las que pronunció en Pentecostés:
“En la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. Sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división; y cuando somos nosotros los que queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. Si, por el contrario, nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan conflicto, porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia.”
Como los mosqueteros, seamos uno para todos, y todos para uno. Con la confianza de que nuestro Uno es Jesucristo.