“La cultura del desperdicio, que tiende a convertirse en mentalidad común que contagia a todos, pone en peligro, en primer lugar, a la persona humana. Dios, de hecho, dio al hombre la tarea de cultivar y custodia la creación, pero los hombres olvidan demasiado a menudo esta tarea, distraídos porque persiguen obsesivamente el dinero. Y lo hacen hasta el punto de no sentir a la persona ni a la vida humanas como valor primario que hay que respetar y tutelar, sobre todo si es pobre o discapacitada, si todavía no sirve, como el que está por nacer, o si no sirve más, como el anciano”
La pregunta que se nos viene a la cabeza es ¿Por qué somos tan reacios a buscar el bien común, que es bien para nosotros mismo y los que nos rodean. Parecería que el consumo desmedido no tiene incidencia en nuestro entorno humano y ambiental, pero esto es una mentira tremenda. Una mentira que se esconde detrás del marketing que nos acucia a comprar para sentirnos vivos. Comprar para llenar el vacío de sentido que cargamos en nuestro interior. Comprar para llenar el vacío que el egoismo crea en nosotros.
¿Por qué tanta ceguera al bien común? San Agustín nos ayuda indicando un elemento muy interesante. Pensemos en el mandamiento de Cristo “Amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos”. Si no lo amamos buscando el bien común, lo que evidenciamos es que no nos amamos a nosotros mismos correctamente.
Examina primero si ya sabes amarte a ti mismo; cuando esto sea, te dejaré amar al prójimo como a ti mismo. Pero si aún no sabes amarte a ti mismo, no engañes al prójimo como a ti mismo te estas engañando. (San Agustín, Sermón 128, 5)
¿Cómo nos amamos a nosotros mismos? ¿Nos centramos en nuestro egoísmo o en todo aquello que Dios nos ha dado? Somos imagen y semejanza de Dios, por lo que podemos ver esa misma imagen y semejanza en las demás personas. Saber que portamos un reflejo de Dios nos enseña a ver en los demás ese mismo reflejo y amarlos, no por sus defectos y limitaciones, sino por ese reflejo que portan consigo.
Si amas la maldad, no te amas a ti; y testigo el salmo: “Quien ama la iniquidad aborrece a su alma”. Y si aborreces a tu alma, ¿qué te aprovecha el amar a tu carne? Aborreciendo a tu alma y amando a tu carne, resucitará tu carne, para tormento de ambos. (San Agustín, Sermón 128, 5)
El egoísmo nunca es amor a si mismo, sino maldad y vacio atesorado dentro de nosotros. El verdadero amor es plenitud y Verdad, por lo que sólo puede provenir de Dios. Por eso San Agustín indica que si damos más valor al egoísmo (carne) lo que parece que resucitará es justo aquello que nos vacía y corrompe.
El bien común implica amor por los demás y por ello mismo, darnos el valor y dignidad que como hijos de Dios tenemos.