Y eso que han asistido con sus padres desde que nacieron, han participado en la catequesis y han hecho, por supuesto, la Primera Comunión. Al contrario que la inmensa mayoría de la gente en España, continuaron acudiendo al culto después de la misma, y, sin embargo, llega un momento en que se niegan a asistir más. Cada uno con más o menos fuerza, dependiendo de su carácter. Algunos lloran, otros se resignan, pero dos cosas permanecen claras: la misa no les dice nada, y en ella se aburren.
A partir de este momento, algunos lectores pueden comenzar a pensar que lo que digo “no está bien”. Seguramente no cuadra con lo que les han enseñado, o con lo que ellos o sus familias han vivido. Así que pueden caer en la tentación de empezar a elucubrar acerca de lo que esos padres, entre los que me incluyo, “han hecho mal”, a hablar de conceptos religiosos que subrayen (como si hiciera falta) la importancia absolutamente fundamental de la Eucaristía. Etc. etc.
Da igual. No estoy hablando de nada de eso. Sencillamente, lo que quiero poner de relieve es que mis propios hijos van a misa por pura obediencia; porque sus padres les obligan. Y, como acabo de decir, lo mismo les sucede a los de numerosas personas que conozco. Es un hecho objetivo. Punto. Cierto que en casa han oído hablar de Dios desde el vientre de su madre, han asistido a infinidad de celebraciones litúrgicas u oraciones, y han jugado con el pectoral de un obispo mucho antes de que aprendieran a andar. Creo que les hemos educado en el amor a Jesús presente en la Sagrada Hostia y han han visto que para nosotros dos (su madre y yo) la participación era algo sumamente importante… pero, a pesar de todo ello, nos encontramos con esta situación. ¿Voy a asombrarme de que pase lo mismo en hogares que “de facto” no son creyentes?
¿Somos mi familia y mis amigos o hermanos de comunidad una lamentable pero afortunadamente rara excepción? Si piensan eso, les recomiendo que piensen un poco (y sigo hablando de España). ¿Por qué, inmediatamente hecha la Primera Comunión, la inmensa mayoría de los niños y sus padres dejan de asistir al culto? ¿Por qué dicha asistencia se ha convertido mayoritariamente en patrimonio de la Tercera Edad?
Normalmente suelen darse dos tipos de respuesta a esta situación. La primera es conocida, nos la repetimos constantemente: la culpa es de la secularización de la sociedad. En efecto, es el materialismo hedonista, la falta de compromiso personal, el relativismo moral, la crisis de valores, lo que hace que las sociedades occidentales se alejen cada vez más de cualquier tipo de práctica religiosa. Esto no es una novedad: lo sabemos por lo menos desde las investigaciones de Gabriel Le Bras en los años 30. Por lo demás, se trata de un hecho evidente e incontrovertible, señalado abundantemente por el magisterio de los últimos Papas.
Obviamente, esta primera causa es de carácter tan multifactorial y global que, en realidad, hay pocas cosas que los cristianos podamos hacer al respecto en la práctica: básicamente orar con fervor y ser verdaderamente coherentes con nuestro testimonio de fe.
Sin embargo hay quizá otro de tipos de causas menos evidentes (y tal vez más incómodas) que son aquellas en las cuales ciertos cambios o transformaciones por parte de la Iglesia podrían hacer que la realidad mudara de signo. Y es precisamente ahí, en un aspecto bien concreto, donde hemos decidido aplicar nuestro análisis.
Para ello tenemos que partir de una realidad evidente: la Santa Misa, al igual que la mayoría de las manifestaciones religiosas, presenta dos niveles de realidad. El primero de ellos, es de carácter formal y está constituido por una serie de plegarias, lecturas, ritos y eventualmente cantos, estructurados de una forma concreta. Presenta también una lectura en clave de proceso comunicativo del o los celebrantes hacia los fieles (y viceversa), así como de estos entre sí, pero en mucha menor medida. En este plano, la celebración permite un análisis estrictamente fenomenológico, objetivo y exterior.
Existe, sin embargo, un segundo nivel, al que solamente puede tenerse acceso desde la experiencia creyente. Desde ese punto de vista, la eucaristía constituye el Memorial de la Muerte y Resurrección de Jesucristo, y es, por tanto, el culmen de toda la vida de la comunidad. Pertenece al ámbito del Misterio y está por encima de cualquier intento de explicación, categorización o intervención humana de la índole que sea. Y también, evidentemente, de cualquier “modificación,” en cuanto a su comprensión profunda por parte de la fe de la Iglesia.
Está claro que existen ciertos elementos indispensables que hacen que la Eucaristía sea válidamente tal, y estos permanecen básicamente inmutables desde los primeros tiempos cristianos. Hay sin embargo otros que no han sido siempre iguales: a pesar de que, con el correr de los siglos el rito romano fue imponiéndose progresivamente en la mayoría lugares que permanecieron en la obediencia papal, existen aún más de 25 formas válidas de celebración. Y alguna, como la congolesa, de reciente aprobación.
Ahora mi pregunta es la siguiente: ¿creen ustedes que una misa convencional de parroquia española puede ser entendida, asimilada y/o “disfrutada” pongamos por un estudiante medio de bachillerato, por muy formado que esté? ¿Y por un niño de siete años (edad canónica a la que obliga el precepto)? Me dirán que “no es lo importante” porque el sacramento actúa ex opere operato, y para eso solo se precisa la buena disposición.
¿Qué no es importante?
Les diré una cosa, mis alumnos de bachillerato (incluso los más brillantes, incluso los que escogen clase de Religión, incluso los recién Confirmados) me dicen que no asisten a misa en sus parroquias “porque no la entienden”. Es un acto celebrativo del que no pueden participar dadas sus categorías socio-psicológicas, y es un acto comunicativo que les resulta absolutamente incomprensible. Así que no van. Y si la parte “externa”, modal, del culto no cambia, seguirán sin ir.
Cambiar, ¿en qué sentido? Bueno, no soy especialista en liturgia, pero quizá no sea descabellado imaginar la aprobación de un nuevo tipo de ritual (como los que arriba hemos mencionado). Y para que no parezca que me voy sin hacer sugerencias concretas sobre los contenidos o características del mismo, ahí van estas:
Música actual, lenguaje actual y concreto, claridad, participación y sencillez. Y los menos formalismos posibles.
Y por último, un reconocimiento: sí, sé que este cambio no es posible ya en la mayoría de los sitios. Lo hubiera sido hace 40 años, pero hoy (como decía el recordado J.M. Mardones) es demasiado tarde. Sin embargo, creo que si se comenzara en lugares concretos, y se preparara un clero joven capaz de presidir una asamblea distinta, es mucho el terreno que se podría recuperar. Aún.
Gracias por su atención (incluso a los que no hayan entendido nada de lo que he querido decir) y un abrazo a todos.
josue.fonseca@feyvida.com