“Sed, cristianos, más graves al moveros, no seáis como pluma a cualquier soplo”. Afamadas estrofas del Paraíso de Dante de las que quiso servirse el gran Ottaviani para llamar a la mesura a los cristianos de aquellos años posteriores a la segunda guerra mundial. Aquella fue una llamada a la cautela, a “no estar tan predispuestos a emocionarse” con novedades o hechos extraordinarios, porque si terriblemente extraordinarias habían sido las dos guerras mundiales, desconcertaba más que hubieran coincidido con tantos movimientos extraordinarios del Cielo. Era una llamada a la prudencia que pretendía evitar el crecimiento paranoico de profecías autocumplidas. Pero en parte fue una llamada a la prudencia que venía demandada por la misma constitución psíquica en precario de unas generaciones que habían visto tambalearse toda la creación.
No cabe duda que tras los horrores de la segunda guerra mundial había como una necesidad existencial de caminar sobre suelos robustos y serenos; de que las cosas pudieran ser previsibles y cognoscibles de antemano; de que no amaneciera cada día con novedades que dejaran el alma en vilo; de que la vida pudiera normalizarse sin miedo a la incertidumbre. Y el mismo hombre psíquicamente agotado y necesitado de esperanzas en lo humano sintió el vértigo de la tensión espiritual exigida por tanta mariofanía, tanto místico desconcertante, tanta advertencia profética de males futuros. Había que poner en sordina esos extraños renglones de Dios tales como las cosas de la Kowalska, o el molesto Pío de Pietrelcina, ante la dificultad de mantener una tensión espiritual hasta el extremo. La normalización mundial requería la normalización de la Iglesia. Con la paz llegaban los tiempos de la construcción, no de una alerta espiritual que parecía anacrónica y enemiga del hombre. El ambiente se volvió tenso para los profetas de desventuras. Se llamaba a la cautela -siate, cristiani, a muovervi piu gravi- porque se quería creer que todo el mal había colmado su límite, que había tocado su techo.
Pero el mundo, cambiante y diverso, dejó de ser cristiano. Ya no sólo se evidenció un cambio de valores respecto a los que fueron propios de la cristiandad, sino que también cambiaron las categorías mentales. El individualismo y el subjetivismo anegaron occidente. Las promesas de la vida eterna ya no decían nada a unos hombres acostumbrados a las promesas del bienestar. Ni el ojo vio ni el oído oyó lo que es el Cielo, pero en cambio estaba a la vuelta de la esquina lo que una compra a plazos podía alcanzar a las familias. Y así el bienestar y el individualismo se convirtieron en el modo de entender el mundo moderno y de moverse en él. Las promesas del Cielo ya no eran nada en comparación a la satisfacción de cuanto ofrecía el mundo. Pero el mundo no podía satisfacer el corazón del hombre, por ello en paralelo a los logros técnicos de las sociedades vino la ruptura del hombre, su vaciamiento interior, su desequilibrio.
Y muchas veces, cuando el hombre ha elevado su mirada en busca de salvación, desgraciadamente ha encontrado a unos hijos de la Iglesia que le querían volver a hablar en las mismas categorías que le habían llevado a la postración. El hombre roto entendía la vida desde sus precarias categorías mentales, cierto, pero desde su misma ruptura constataba que en el mundo no encontraría no ya la salvación eterna, es que ni siquiera la alegría terrena. Por lo que nuevamente la necesidad de algo que realmente valiera la pena era el grito de su corazón que no han sabido escuchar muchos hijos de la Iglesia, por cuanto se contentaban con ofrecer migajas de trascendencia saturadas de mundanidad a quien ya se encontraba saturado de mundo.
Quizá desde esta perspectiva es cuando he podido entender el porqué de Iesu Communio.
Pero ¿qué se esconde tras Iesu Communio? ¿Porqué tantas congregaciones e instituciones de la Iglesia parecen destinadas a morir y las hermanas de Iesu Communio crecen sin solución de continuidad? ¿Acaso esas chicas que han entrado en Iesu Communio lo han hecho como las plumas mecidas al primer soplo de novedad, carentes de gravedad, atraídas por la fama incuestionable de un fenómeno único? No parece que la falta de gravedad, que la prontitud para emocionarse, explique en un mundo frívolo, superficial y descreído el fenómeno vocacional de Iesu Communio.
Pero, ¿cuál es esa clave escatológica que encierra Iesu Communio para estos tiempos?
En primer lugar que Dios habla a través de las carencias actuales, desde ese vacío del corazón que sólo puede ser sanado en una entrega radical a Él. Como si verbalizase el mismo Cielo que los frutos del mundo sin Dios no son sólo un futuro en precario, sino la ruptura del mismo hombre, recordándonos que sólo en Él habremos de encontrar descanso, sólo en Él futuro.
En segundo lugar que suscitando tantas y tan jóvenes vocaciones religiosas vuelva a decir al hombre que la vida que merece la pena no es esta que ofrece el mundo, sino la que sólo Dios puede dar. Porque viendo a las hermanas de Iesu Communio se percibe un alegre candor, como una alegre inocencia que la vida mundana hubiera extinguido.
En tercer lugar, porque suscitando la vida en comunidad y en comunidades de tantas vocaciones (una de las hermanas me decía que era posible que el ser tantas perteneciera a su carisma) no sólo muestra al mundo que la vida debe ser vivida ordenada a Dios como su centro y sentido, sino que es posible vivirla hoy, ahora, en un mundo tan masificado y problemático. Es más, como si mostraran a ese mismo mundo problemático -que se cree masificado- no ya que la solución es la vida centrada en Dios sino que el mismo Dios ha contado con tantas vidas humanas para la ayuda y el enriquecimiento mutuo en la convivencia de unos con otros. Y que esa ayuda y ese enriquecimiento mutuo sólo encuentran su sentido cuando miran a Dios, cuando buscan a Dios.
Y en cuarto lugar, porque Iesu Communio vuelve a renovar en la Iglesia la radicalidad por Cristo, en una vida caracterizada por tres ejes: la Eucaristía, el Rosario y la ayuda mutua.
Y esto, todo esto -el carisma de Iesu Communio- digo que es escatológico porque de un modo sencillo, alegre y confiado, parece andar por la senda que sor Lucia viera necesaria para estos tiempos en los que “el demonio está librando una batalla decisiva con la Virgen y una batalla decisiva, es una batalla final en donde se va a saber de qué partido es la victoria, de qué partido es la derrota. Así que ahora, o somos de Dios, o somos del demonio; no hay término medio”, tal como le declaró al padre Fuentes en el año 1957, cuando arreciaba la persecución a los profetas de desventuras.
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