Ciertamente, no podemos irnos al extremo, criticando a todo el que se nos ponga enfrente, al grado de parecer un grupo de rebeldes sin causa. No todo está mal, hay muchas cosas buenas, significativas; sin embargo, cuando pesa más el interés que la amistad, la infidelidad que la fidelidad, hay un problema que enfrentar. Nos toca ser críticos con la realidad social y, sobre todo, dejar de sentirnos raros o frikis, por tener una opinión diferente a la que tiene la mayoría sobre temas capitales como la economía, la política, la familia, el matrimonio y la cultura de la vida. Decir la verdad, supone ser congruentes entre lo que expresamos con palabras y lo que llevamos a la práctica. No se trata de sermonear a los demás, sino de saber ponerle un alto a las corrientes ideológicas que buscan exaltar la falta de lógica y sentido común.
Nuestros detractores dirán: “ustedes se creen jueces de los demás”; sin embargo, nunca debe buscarse rechazar a la persona, sino oponerse a la conducta, a la actitud que resulta hipócrita, posesiva e inhumana. Dicho de otra manera, atrevernos a pensar diferente, sin miedo a la oposición. No nos corresponde decir lo que la mayoría quiere oír, sino lo que vamos captando como necesario y capaz de construir una sociedad mejor. Si el 80% de las personas alteran sus fotografías -fingiendo lo que no son- a través de las redes sociales, eso no significa que tengamos que hacer lo mismo, si el 95% se endeuda con su tarjeta de crédito por aparentar que tiene buen nivel y poder adquisitivo, ¿tendríamos que seguirles la corriente? ¡No! Eso es oponerse a la mentira. Quien renuncia a las apariencias, dice la verdad. Debemos ir contra la corriente, sin que esto signifique volvernos acomplejados. Es mejor que baje nuestro número de “followers” que convertirnos en el típico exhibicionista que busca sobresalir a costa del escándalo engañando y engañándose. La verdad es la clave.