“Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena.” (Jn 16, 1213)
La Santísima Trinidad sirve como permanente modelo de comportamiento al cristiano. Es un modelo que nos enseña a trabajar por la unidad, pero con el sello típico de la familia trinitaria. Dios es unidad, es uno, pero a la vez es diferencia, ya que son tres personas distintas. La esencia misma de Dios -el que sea uno y diferente a la vez-, nos enseña a respetar las legítimas diferencias que existen mientras que procuramos alcanzar la unidad entre nosotros.
Esta “palabra de vida”, por lo tanto, no está invitando a hacer todo lo posible por conseguir la unidad en lo esencial mientras respetamos la pluralidad en lo accidental. Eso debe conducirnos a ceder en todo lo que no sea verdaderamente esencial antes que romper. Porque, por desgracia, la mayor parte de los conflictos no suceden porque estén en juego cuestiones fundamentales, ni en casa ni en la Iglesia, sino por los pequeños egoísmos, por los deseos de figurar, por el orgullo de no reconocer que nos hemos equivocado, por la negativa a perdonar o a pedir perdón. Con frecuencia, las cuestiones grandes y esenciales son puestas como pantalla, como excusa, para justificar las luchas que son llevadas a cabo por sentimientos innobles y ruines.
Debemos ser, pues, conscientes de que la unidad es un gran tesoro que hay que defender a toda costa y que, precisamente, para que no se rompa hay que aprender a respetar las legítimas diferencias, a aceptar que el otro sea distinto porque tiene derecho a serlo e incluso que ese mismo hecho -el ser distinto- es un don para todos los demás, porque así nos podemos complementar. Dios mantuvo la unidad respetando las legítimas diferencias y ese debe ser nuestro modelo.
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