El pasado 11 de mayo el Papa Francisco canonizó a los 813 mártires de la ciudad de Otranto, en el sur de la península itálica, que fueron decapitados en 1480 por los turcos otomanos cuando se negaron a renegar de su fe en Jesucristo. Una canonización que ha recibido poca atención por parte de unos medios extremadamente prudentes cuando el Islam esta por medio.
Es interesante contextualizar la masacre de Otranto. La invasión turca era parte de la ofensiva de Mehmed II, el sultán que en 1453, a la cabeza de 260.000 hombres, había conquistado Bizancio, la segunda Roma y durante mas de mil años la capital del cristianismo oriental. El objetivo ahora era la primera Roma, cuya basílica de san Pedro iba a ser convertida en mezquita como ya había sucedido con Santa Sofía.
En junio de 1480 caía en manos otomanas, después de largo asedio, Rodas y las naves turcas se dirigieron hacia Otranto, ciudad famosa entonces por la escuela del Monasterio de san Nicolás de Casole, donde se enseñaba latín y griego a quien quisiera y de forma gratuita, con los gastos de alojamiento a cargo de los monjes. Con el asalto turco a los muros de Otranto se cumplía la profecía de san Francisco de Paula, que había exclamado: «¡Ah infeliz ciudad, de cuántos cadáveres te veo llena! Cuánta sangre cristiana se ha de derramar sobre ti».
El asedio duró poco y tras dos semanas, el 13 de agosto, las tropas otomanas al mando de Gedik Ahmed Pachá tomaban y saqueaban la ciudad. Los hombres, hechos prisioneros, fueron llevados hasta la colina de Minerva, a poca distancia de la ciudad. Allí, frente a la alternativa de hacerse musulmanes o morir, los 813 hombres mayores de 15 años de Otranto permanecieron fieles a su bautismo y fueron decapitados una tras otro, en "odio a la fe", mientras que sus mujeres e hijos eran deportados como esclavos. Ninguno de ellos abjuró de su fe en Cristo, una ciudad entera se inmoló martirialmente.
De hecho, poco sabemos de cada uno de los mártires, que no eran ni soldados ni grandes personajes, sino cristianos sencillos y de fe profunda de los que ni siquiera sabemos sus nombres, con la excepción de su obispo, Stefano Pendinelli y del sastre Antonio Primaldo, que habló en nombre de todos, declarando que: “Creemos todos en Jesucristo, hijo de Dios, y estamos listos para morir mil veces por Él”.
Según las crónicas de la época, Primaldo se dirigió a sus conciudadanos con las siguientes palabras:
“Hermanos míos, hasta hoy hemos combatido para defender la patria y para salvar la vida y por nuestros señores temporales, ahora es tiempo de que combatamos para salvar nuestras almas para nuestro Señor, que murió por nosotros en la cruz; conviene que nosotros muramos por Él, manteniéndonos firmes y constantes en la fe para que con esta muerte temporal ganemos la vida eterna y la gloria del martirio”.
Y acababa Primaldo, como recordaba Juan Pablo II en la ceremonia de beatificación, declarando ante los turcos: "Creemos en Jesucristo, hijo de Dios, y por Jesucristo estamos prestos a morir."
Los mártires de Otranto no sólo ganaron la vida eterna, sino que su resistencia permitió al rey de Nápoles, Fernando, organizar un ejército y reconquistar la ciudad, desbaratando los planes otomanos. De esta manera el martirio de Otranto salvó a la misma Roma y probablemente a la Iglesia y a nuestra civilización. Mehmed II moría un año después, con sólo 49 años de edad, y los planes otomanos de conquista de Roma quedaban frustrados.
¿Podemos extraer alguna enseñanza de este ejemplo martirial? Por supuesto, y no una, sino varias. Por un lado, como ha escrito Alfredo Mantovano: “Lo que hace extraordinario este episodio lleno de significado, también para el europeo de hoy en día, es que en la historia de la Cristiandad no han faltado nunca testimonios de fe ni han faltado grupos de hombres que han afrontado con valentía pruebas extremas. Pero nunca había sucedido un episodio de tan vastas proporciones: una ciudad entera que primero lucha como puede y mantiene el asedio durante varios días, y que luego responde con firmeza a la propuesta de abjuración. En la Colina de Minerva, aparte del viejo Primaldo, no destaca ninguna individualidad, es una población entera la que afronta la prueba”.
Como cada martirio, el de Otranto también testimonia la fuerza de la fe, que hay algo que vale más que la vida y que es precisamente por eso por lo que vale la pena vivir, por lo que la vida tiene sentido. Es lo que, en este año de la Fe, el Papa Francisco señalaba al responder a la pregunta acerca del origen de la fuerza de los mártires para permanecer fieles: "de la fe, que nos hace ver mas allá de los límites de nuestro mirar humano, mas allá de nuestra vida terrenal, y nos hace contemplar los cielos abiertos, como dice san Esteban, y el Cristo vivo a la derecha del Padre". Como otros mártires, los santos de Otranto nos recuerdan que "la fe que hemos recibido es nuestro verdadero tesoro", un tesoro más precioso que la vida misma.
Por otro lado, esta canonización nos sirve para recordar que el martirio no es algo pasado, sino muy actual. Como afirmaba el Papa (que con esta canonización se ha convertido, con escasos mese de pontificado, en el Papa de la historia que ha canonizado a más santos) durante su homilía, "al venerar a los mártires de Otranto, pidamos a Dios que sostenga a los muchos cristianos que hoy, y en muchos lugares del mundo, todavía sufren violencia y que les dé la valentía de ser fieles y de responder al mal con bien".
Por último, en tiempos de multiculturalismo, de abandono de nuestras propias tradiciones y en los que parece que ya no creemos en nada, el testimonio de los mártires de Otranto al rechazar el expansionismo musulmán nos recuerda dónde se encuentran las fuentes, tanto de la vida social terrenal, como de la vida eterna.