Cuando decimos que necesitamos laicos con mayoría de edad, no nos estamos refiriendo a términos civiles o legales, sino a una actitud que se traduzca en algo muy concreto: Vivir la fe en medio de la realidad social, económica, política y cultural de nuestro tiempo en vez de un laicado acomplejado, encerrado en la sacristía o pensando que solamente los sacerdotes son los responsables de tener algún tipo de iniciativa. Con esto, no pensamos en independizarnos de ellos. Antes bien, hacer equipo con cada uno, pero desde la propia identidad. Es decir, sin tratar de copiarlos en el vestir, el hablar, etc. El problema de los laicos es que no acaban de entender quiénes son. Y si bien es cierto que hay varias ramas del laicado, aquí nos estamos refiriendo a los que no han hecho votos o promesas especiales, sino las derivadas directamente del bautismo y de la aceptación de este a través de la confirmación.
Un laico con mayoría de edad tiene una espiritualidad sólida, basada en un buen nivel de formación y cultura general, cuya suma de dichos elementos le permite disentir, en ciertos casos, del punto de vista de un religioso o de una religiosa. No en lo esencial (dogma), no para dividir y buscar cuotas de poder, sino en lo que ciertamente es opinable como, por ejemplo, la organización de las misiones de Semana Santa o de la gestión de algún hospital católico. Ser laico y trabajar en instituciones religiosas es un regalo, pero será constructivo en la medida en que se atreva a dar su punto de vista. Lo anterior, claro está, en un tono amable, asertivo y respaldado por su trabajo. Un laico que se guarda su opinión por miedo a que el sacerdote o la religiosa piense mal, difícilmente andará en la verdad y terminará olvidando su tarea: La de hacer equipo, la de alcanzar una misión compartida.
Los religiosos deben favorecer la capacidad crítica del laico profesionista. De otro modo, se genera un círculo vicioso en el que no podrá vivir su vocación. Y el laico tiene que decir lo que piensa, plantear nuevos horizontes y ser coherente con las elecciones que ha ido haciendo sin disfrazarse por falta de audacia.
En los últimos años, han surgido nuevas figuras de santidad que respaldan lo que aquí se ha expuesto. Terminamos recordando un ejemplo entrañable. Es decir, la vida y obra de la beata Concepción Cabrera de Armida (1894-1937), laica, mística, madre de familia, abuela, fundadora de las Obras de la Cruz y escritora. Ella trabajó codo a codo con los obispos de México. Los respetó, valoró y ubicó cuando hizo falta. Ubicaba señalando otras variables que no habían sido consideradas y eso la hizo creíble. Sin duda, su biografía puede ayudarnos en esa búsqueda de tener un laicado maduro.