Se dice, a veces, que ser santo es relejar la perfección de Jesucristo. Opino, con otros autores, que esta comparación no es del todo exacta. Un santo es, a la vez, mucho menos e infinitamente más que un espejo.
Mucho menos, porque no se ha concedido a criatura alguna reproducir en ella los rasgos de la perfección infinita. Sin embargo un santo es infinitamente más que un espejo. Porque un espejo ni explica, ni desarrolla nada; se limita a reproducir estérilmente la realidad que se le presenta, a la que no se conoce más íntimamente por verla así reflejada..
Ahora bien un santo debe desarrollar y explicar la perfección de Cristo. Pero ¿es posible a un ser limitado reflejar las riquezas del Verbo Encarnado? Debe ser el espejo de Cristo como las flores, o más bien como los colores son el reflejo del sol.
Las flores no reflejan directamente al sol y sin embargo no existe ni uno sólo de sus matices que no provenga de su única luz; desde la púrpura de las amapolas hasta el marfil de los lirios en flor. Su luz es la que irisa el hueco de las conchas de nácar, brilla en el esplendor de los ojos inocentes, reviste el verde brillante de los grandes bosques; por eso, si queremos trazar el ser del sol, no nos serviría reproducir la luz del sol en espejos; sería menester, por el contrario, interrogar a todo lo que brille u ostenta colores en este mundo.
Me atrevo a decir, como ha dicho algún contemplativo, que Jesucristo es el rey en el mundo de las almas, como el sol es el rey en el mundo de la luz; las almas santas son el prisma sobrenatural que atraviesan sus perfecciones divinas para difundirse ante nuestra conciencia en infinitos matices. Y agradecer y acrecentar esa participación de la riqueza íntima e infinita del Hijo del hombre..
Porque lo que no pudo realizar dentro de los límites de su cuerpo mortal, lo realiza y lo realizará hasta el fin de los tiempos en el conjunto de su Cuerpo Místico. Por ello, todo nuestro trabajo se resume en este sólo precepto: imitar a Cristo en quien se encuentra colmada toda la perfección divina. Concretamente es hacer lo que él habría hecho, si se hubiera encontrado en mi lugar o como soy; es ponerme tan cerca de su acción, permanecer tan dócil a su Espíritu, que puede por mí y en mí completar su obra e irradiarla en toda mi vida. Así obra todo el que es guiado por su Espíritu.