El misterio de Pentecostés –recogido en el libro de los Hechos de los Apóstoles- significa la participación de los hombres y de las mujeres en la historia del Espíritu Santo, asumiendo un protagonismo abierto a la voluntad del Padre y, al mismo tiempo, querido por Jesús, cuya palabra continúa cautivando y comprometiendo. Recordar la venida del Espíritu Santo sobre la Virgen María y los discípulos reunidos en el Cenáculo, es subrayar la cuota de responsabilidad que tenemos en el rumbo que va tomando la humanidad. Para poder llegar a puerto seguro, es necesario dejarnos interpelar por el Espíritu de Dios, quien nos habla a través de las personas y de las circunstancias, entendiendo que lo nuestro no es el activismo social, sino el apostolado, pues es fruto de la contemplación, del diálogo cotidiano con Cristo. En Pentecostés, los discípulos se convirtieron en protagonistas, en agentes de cambio, pues el Espíritu Santo los involucró, proporcionándoles las herramientas necesarias para vivir y dar a conocer el Evangelio, animados por la presencia maternal de María.
Para poder descubrir la voz -en medio de tantas voces- de la tercera persona de la Santísima Trinidad, es importante practicar la lectio divina. La prueba de que el Espíritu Santo está presente en las Sagradas Escrituras, es que podemos leer todos los días de la semana la misma lectura o versículo, encontrando que siempre nos dice algo nuevo, distinto, acorde a lo que estamos viviendo en ese momento.
La crisis de fe que estamos viviendo, sobre todo, en las grandes ciudades, se debe a que no nos acabamos de creer que somos parte del proyecto de Dios, de la historia que quiere escribir a nuestro lado. Si de verdad lo creyéramos, ya estaríamos en camino, jugándonos la vida por Cristo. Muchos de nosotros, nos autoexcluimos, dejando un hueco a nivel social y eclesial, mientras que lo que quiere el Espíritu Santo es que nos apuntemos, que nos comprometamos, atreviéndonos a vivir el estilo de vida que nos propone, que nos ofrece. Ciertamente, caminar bajo la acción del Espíritu de Dios, implica olvidarnos de las seguridades, para hacer de Cristo nuestra única certeza; sin embargo, vale la pena y la vida. Como dice San Juan: “en el amor no hay temor” (1 Jn 4:18). Por lo tanto, dejémonos contagiar por el ambiente de Pentecostés, atrayendo -como lo ha pedido el Papa Francisco- nuevos hijos e hijas a la Iglesia. Si somos congruentes entre lo que decimos y lo que hacemos, nuestras obras apostólicas serán significativas y, por ende, se convertirán en espacios de experiencia vital, pues el ejemplo es la clave de todo.
Cuando no se le abren las puertas al Espíritu Santo, el relativismo hace que la Iglesia pierda credibilidad y sentido de unidad, dando paso a una serie de estructuras muertas, cuando en realidad deben ser utilizadas para contribuir con el ejercicio de la misión que Cristo nos ha confiado a todos los bautizados. El problema no son las oficinas, dicasterios e instituciones como tales, sino la actitud de las personas que intervienen. Cuando hay apertura al espíritu de Pentecostés, la estructura favorece la tarea de la Iglesia en campos claves como la educación, los medios de comunicación, la salud, etcétera.
El Espíritu Santo -quien es un experto en humanidad- quiere que seamos parte de su historia. No hay que tenerle miedo. Como María, atrevámonos a pensar diferente y optar por Cristo.