El padre y el hijo mayor conversan alegremente en el salón principal de palacio, mientras el hermano menor los observa a escondidas detrás de una columna, notando como crece en su interior una raíz de amargura y tristeza. ¿Por qué no podría él disfrutar de esa intimidad y esa confianza con Padre? ¿Qué hay de malo o despreciable en él para que su padre no le considere? Todos los honores y favores se los lleva ese mequetrefe aprovechado y engreído de su hermano. Si pudiera, él mismo con sus propias manos le coronaría como rey, pero no con un a corona de oro y brillantes, sino con otra más humilde, para que aprendiera a no sentirse superior a los demás. De repente se contempla a sí mismo colocando sobre la cabeza de su hermano mayor, cuidadosa pero fuertemente, una corona de espinas. La sangre del rey comienza a caer por su frente y sus ojos se llenan de lágrimas y balbucea:
—Hermano, ¿Qué has hecho?
En ese momento el soñador despierta de la pesadilla sudando y molesto consigo y con la vida. Tarda en reaccionar y situarse. Se encuentra en el palacio de su padre, dónde horas antes ha llegado para conquistar y reinar, pero se encontró con la única presencia de su hermano el rey. El pueblo ha huido en secreto durante la noche y solo ha permanecido el rey esperando la muerte. El subconsciente le acusa en sueños de haber cometido una atrocidad al acabar con la vida de su hermano, quizás ha sido excesivo el castigo, pero rápidamente recuerda todos aquellos desprecios y vejaciones de las que fue objeto por parte de él y de Padre. No, nada es suficiente para sofocar el gran dolor interior con el que creció y amargó toda su juventud. Ahora convertido en un hombre, en un guerrero, en un temible señor de la guerra, todo se pone en su sitio, como un rompecabezas vital. Ha esperado mucho tiempo este momento para que un escrupuloso sueño le prive de su dulce venganza.
Uno de sus lugartenientes se le acerca temerosamente:
—Mi señor, con su permiso. Si no salimos pronto, se nos hará de noche en medio del desfiladero que tenemos que atravesar y allí no podremos acampar. O partimos ya o nos acomodamos aquí para iniciar la persecución mañana.
La siniestra figura se levanta del jergón donde se ha echado unos minutos para descansar y ordena:
—Cuanto antes, salgamos cuanto antes. Quiero acabar con cualquier recuerdo de mi pasado... cuanto antes.


Unas millas más adelante un pueblo cansado y lento huye del miedo, huye de la muerte y la desesperanza. Al cargo de la larga caravana, como máxima autoridad, ha quedado el senescal del rey que conversa envuelto en un mar de dudas con la reina madre:
—Su majestad, ¿qué podemos hacer? El ejército invasor se habrá puesto en marcha ya. Es cuestión de tiempo que nos dé alcance y nosotros no podemos ofrecer resistencia, solo somos doce guerreros con experiencia. No podemos proteger a esta muchedumbre ante los diez mil que nos persiguen. Debemos refugiarnos en algún lugar y pedir ayuda.
La reina madre, sin perder la prestancia, le aconseja:
—A pocas millas al sur, se encuentra un pequeño pueblo que nos puede servir. Es una aldea pacífica habitada por comerciantes, que no creo que disponga de muchos hombres de guerra, pero cuenta con un buen sistema amurallado y un profundo río que de Este a Oeste rodea la ciudad, discurriendo por un pronunciado barranco.
—Es nuestra única tabla de salvación.—Apunta esperanzado el comandante.
El senescal se separa lateralmente de la caravana para hacer señas al principio de la hilera. Uno de los guerreros de cabeza lo ve y espolea a su caballo retrocediendo al galope. El senescal le da instrucciones para adelantarse y preparar la llegada de la caravana a la ciudad asilo. El mensajero parte veloz hacia delante y en pocos minutos se pierde su figura en el horizonte. Cuando llega a un promontorio desde dónde atisba lo que tiene por delante y lo que deja por detrás, su corazón se encoje. Por delante acierta a vislumbrar la ciudad a la que su senescal le envía, pero al girarse, a sus espaldas contempla a lo lejos, cerca del desfiladero por el que huyeron de palacio, una espesa polvareda. No se puede tratar de otra cosa que del ejército perseguidor. Están más cerca de lo que creía. Solo espera que el senescal lo advierta y espolee lo más posible al pueblo. Sino es así, quizás su misión no sirva para nada. Por su parte no queda nada más que llegar cuanto antes a su destino, aunque sea a costa de reventar su montura.

Al atardecer, el mensajero ha cumplido con su cometido, no sin dificultad, ya que la ciudad refugio no ha estado muy por la labor de dar cobijo a unos huéspedes tan conflictivos a los que persigue el enemigo más temible que conocen. Finalmente, no sabe muy bien porqué, el alcalde de la ciudad ha consentido en abrir sus puertas y prestarles apoyo, sabiendo que es una decisión que posiblemente cambiará para siempre el destino de su ciudad. Las murallas están repletas de arqueros, las puertas franqueadas por caballería y las almenas pobladas por lanceros y ballestas. No son fuerzas de combate muy numerosas pero sin duda, serán algo más persuasivas que los doce comandantes que quedan al mando del pueblo errante. En el interior de la muralla se han dispuesto tiendas y camastros por las calles más amplias para dar descanso a los desfallecidos nómadas y un buen sistema de alcantarillado y fuentes les abastecerán del agua del río para beber y quitarse el polvo del camino… aunque nada les quitará el miedo pegado a la piel.
En la almena central conversan expectantes el mensajero y el alcalde, mientras otean el horizonte esperando el contingente de refugiados:
—Nunca debí acceder a poner en peligro de esta forma a mi ciudad,—El alcalde se lamenta de la decisión tomada— creo que pagaré caro mi hospitalidad.
—Vos sabéis muy bien que el enemigo que nos persigue está enfermo de sangre y poder. Primero intentará acabar con nosotros, pero después irá a por los demás.
—Podríamos negociar, somos expertos en ello. El mundo civilizado negocia.
—No es hora de negociar. Os engañarían. Os esclavizarían. Es hora de tomar partido y combatir.
—O más bien de morir...


Con los últimos rayos de sol el contingente de exiliados está a punto de terminar de entrar en la ciudad. Han llegado exhaustos y deprimidos, pero por fin se encuentran a salvo. La ciudad se ha ido organizando y todos disfrutan de cuidados y tienen un lugar donde descansar. Pero las puertas de la ciudad aún no pueden cerrarse. El mensajero busca y pregunta por alguien que echa en falta.
—¿El senescal no viene con vosotros?
Una mujer con su hijo llorando en sus brazos responde:
—Bueno, él siempre andaba en retaguardia, recogiendo a los rezagados. Lo perdí de vista hace tiempo.
El mensajero, sin pensárselo dos veces monta su caballo y sale disparado mientras grita a los lanceros que protegen las puertas:
—No las cerréis hasta que yo vuelva.
El mensajero llega rápidamente hasta el final de la caravana, comprueba que no hay rastro del senescal y continúa hacía la colina más próxima con la esperanza de localizarle. Efectivamente, cuando llega a lo alto, reconoce la estampa: un carromato conducido por el senescal y repleto de mujeres y niños corre veloz delante de una avanzadilla del enemigo, que entre alaridos y flechas acosan el carro. Inmediatamente el mensajero sale al galope en su dirección para proteger en lo que pueda al pequeño grupo rezagado. Algunas mujeres lanzan flechas disuasorias desde la parte trasera, pero los jinetes enemigos no se inmutan en su alocada persecución. Cuando el mensajero está a punto de llegar a su altura, observa que una mujer embarazada, tras coger un gran bache que casi parte el carro en dos, cae al suelo desollándose viva. Los jinetes enemigos enloquecen aún más y se dirigen hacía ella con la intención de rematarla, pero el mensajero galopa más rápido y recogiendo a la desdichada y colocando su gran escudo en la espalda para protegerse de los proyectiles, arranca como el viento en pos del ansiado refugio. La mujer que sujeta entre sus brazos, posiblemente pierda al bebe e incluso su propia vida, pero debe tener derecho a una oportunidad. Mientras los acosadores echan su aliento sobre la nuca de la pareja de fugitivos, el senescal ha llegado a la ciudad y se preparan para cerrar las puertas según entre el mensajero.
Ya llegan.
Un poco más.
Una flecha silba decidida en el aire e impacta en la pierna derecha del mensajero.
Por fin llegan.
Desde las almenas cae una lluvia defensora de proyectiles, que disuaden a los enemigos de continuar su cacería y se paran nerviosos, comprobando como su presa se les escapa de entre las manos.
Las puertas se cierran y un cierto alivio recorre las murallas viendo el desenlace feliz de la carrera.


Por la noche, tiene lugar una reunión improvisada en lo alto de la torre vigía. El alcalde, el senescal y sus comandantes, menos el mensajero que se recupera de su flechazo en la pierna, observan el panorama frente a ellos. Un inmenso mar de fuegos y luces se extiende ante ellos. El ejército invasor acampa ante las murallas de la ciudad, como lo había hecho antes frente al palacio del rey y con las mismas aniquiladoras intenciones.
—Hemos huido de una muerte segura, pero ahora estamos en la misma situación.
—No exactamente, —Corrige el alcalde—además, nos habéis comprometido a nosotros.
El senescal admite:
—Huimos de palacio para meternos en una ratonera.


 
“Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos (...)”
(Jn 20, 19)