Pensemos en el episodio evangélico del ciego Bartimeo (Mc 10, 46-52) y leamos lo que San Gregorio Magno nos dice: 

Con razón la Escritura nos presenta a este ciego al borde del camino y pidiendo limosna, porque el que es la Verdad misma ha dicho: Yo soy el camino. Quien ignora el esplendor de la eterna luz, es ciego. 

Con todo, si ya cree en el Redentor, entonces ya está sentado a la vera del camino. Esto, sin embargo, no es suficiente. Si deja de orar para recibir la fe y abandona las imploraciones, es un ciego sentado a la vera del camino pero sin pedir limosna. Solamente si cree y, convencido de la tiniebla que le oscurece el corazón, pide ser iluminado, entonces será como el ciego que estaba sentado en la vera del camino pidiendo limosna. 

Quienquiera que reconozca las tinieblas de su ceguera, quienquiera que comprenda lo que es esta luz de la eternidad que le falta, invoque desde lo más íntimo de su corazón, grite con todas las energías de su alma, diciendo: ‟Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí‟. 

Si, pues, hermanos carísimos, ya conocemos la ceguera de nuestro peregrinar; si, con la fe en el misterio de nuestro Redentor, ya estamos sentados en la vera del camino; si, con una oración continua, ya pedimos la luz a nuestro creador; si, además de eso, después de la ceguera, por el don de la fe que penetra la inteligencia, fuimos iluminados, esforcémonos por seguir con las obras a aquel Jesús que conocemos con la inteligencia. Observemos hacia donde el Señor se dirige e, imitándolo, sigamos sus pasos. En efecto, sólo sigue a Jesús quien lo imita. (Homilía de San Gregorio Magno sobre Mc 10, 46-52) 

El episodio del ciego Bartimeo nos lleva a reflexionar sobre nuestras cegueras y nuestras limitaciones. ¿Cuántas veces creemos que vemos y solo imaginamos ver? ¿Cuántas veces nuestras cegueras nos hacen imaginarnos realidades que sólo son reflejo de nosotros mismos y nuestros deseos? 

Muchas veces nos imaginamos esa iglesia a tanto nos gustaría. Pensamos en perfecciones que son reflejos de nuestros deseos y nuestras expectativas personales. La Iglesia no es como queremos que sea, ni la perfección, como nos gustaría a nosotros. Podemos pasarnos la vida gritando que la Iglesia necesita cambiar, sin darnos cuenta que somos nosotros quienes necesitamos convertirnos para que la Iglesia mejore. Todos nosotros somos ciegos de corazón, en alguna medida. 

Miremos a los grandes santos que hay ayudado a la Iglesia y nos daremos cuenta que nunca intentaron cambiar la Iglesia por medio de leyes, normas o resoluciones. Cambiaron la Iglesia con su ejemplo y virtudes. Estos santos siguieron en consejo de San Gregorio Magno: “Observemos hacia donde el Señor se dirige e, imitándolo, sigamos sus pasos. En efecto, sólo sigue a Jesús quien lo imita 

¿Cómo abandonar la ceguera? No podremos nunca hacerlo por nosotros mismos. Necesitamos de la misericordia de Dios. Necesitamos acercarnos al camino con humildad y saber esperar con paciencia. Esperar a que Cristo se acerque a nosotros y gritar de corazón que necesitamos su misericordia. Entonces El, con suprema caridad nos llamará. Cuento esto ocurra, debemos saltar dejando las seguridades que tan cómodas son para nosotros. Tenemos de soltar el manto que nos protege, para dejarnos ver por Cristo y nuestros hermanos, tal como somos. 

La llamada de Cristo, es nuestra vocación. Vocación que nos llena de sentido al conocer lo que Dios quiere de nosotros. Vocación que penetra en nuestra inteligencia iluminándonos: “…después de la ceguera, por el don de la fe que penetra la inteligencia, fuimos iluminados, esforcémonos por seguir con las obras a aquel Jesús que conocemos con la inteligencia 

¿Qué nos queda? Seguir a Cristo con la luz que nos ha aportado su llamada y su infinita misericordia.