Una de las varias características que definen al amor…,  es el deseo de posesión. El amor genera en quien lo tiene un deseo de posesión del bien amado, porque este, el bien o la persona que se ama,  es siempre deseada con más o menos intensidad pero siempre deseada.  Y no me refiero exclusivamente al deseo sexual, que solo se  da en el amor humano, porque son las personas las que tenemos cuerpo material, del cual carecen los ángeles y por supuesto Dios, que es espíritu puro. El deseo de posesión que se genera en el amor humano no siempre tiene un contenido de carácter sexual, aunque este tampoco sea siempre ilícito, porque cuando es lícito, este es siempre querido por Dios, como creación suya que es. Nos referimos al deseo de posesión material de aquellos bienes materiales que nos apetece, enseguida queremos comprarlos y si ello no nos es posible, vivimos desazonados por no poseer lo que amamos.

            Relacionado con este tema del deseo de posesión que genera el amor, se encuentra también generado por el amor, el deseo de contacto físico, aunque son dos cosa diferentes porque el deseo de contacto físico es más bien una clara expresión del amor que se tiene o se desea tener. En el amor humano, el contacto físico, insisto no sexual, es el idioma del amor. Existen cuatro medios de expresión en el amor humano y estos se manifiestan: Hablando dulcemente, escuchando ensimismadamente, mirando con pasión amorosa, y contactando físicamente con cariño.  El tema del deseo de posesión que genera el amor, es diferente del deseo de contacto físico que también se genera en el amor, aunque ambos se relacionen entre sí. Pero no es este, el tema de esta glosa.

            El deseo de posesión en el amor, se da tanto en el amor sobrenatural como en el amor humano. Como sabemos Dios es la única fuente de amor que existe, su amor es Él mismo, porque tal como nos indica San Juan evangelista en su primera epístola: “Carísimos amémonos los unos a los otros, porque la caridad procede de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios y a Dios conoce. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es Amor”. (1Jn 4,7). Dios es amor y solo amor y de Él nace todo amor y también el amor humano, que es un pobre e imperfecto reflejo del amor sobrenatural.

            Dios desea que le poseamos, porque la posesión es amor y nosotros también cuando estamos enamorados de su Amor deseamos poseerlo. Esta es en síntesis, la esencia de algo tan maravilloso como es la Eucaristía. Acaso no está Dios en miles de copones guardados en los sagrarios de miles de iglesias y catedrales en el mundo. Acaso cuando entramos en una iglesia los que amamos al Señor, nos vamos corriendo, por las iglesia o catedrales donde entramos, buscando esa luz roja que nos indica que ahí, nuestro amor. Está nuestro Amado, que es lo más bello y digno de ver en ese templo, aunque no esté expuesto y lo que vean los ojos de nuestra cara, solo sean las puertas del sagrario. Pero los ojos de nuestra alma, si los tenemos abiertos, ven mucho más, miran y meditan con su esperanza, que les anima a soñar, con ese maravilloso momento en que puedan esos ojos de su alma, puedan ver el ansiado Rostro de Dios, pueda su amor, poseer y dejarse eternamente poseer por el divino Ser que tanto le ama. Porque el mutuo amor es mutua posesión.

            Pero desgraciadamente, no todo el mundo busca la luz roja de un sagrario cuando entra en un templo, incluso hay visitas turísticas para admirar la belleza de lo que construyeron, hombres y mujeres como nosotros,  pero con una notable diferencia; ellos construyeron por amor y crearon belleza arquitectónica como homenaje al Señor y nunca para que se estimase el valor de las piedras labradas más de lo que ellas iban a contener. Estos hombres valoraban el contenido muy por encima del continente y amaban a quien tanto les amaba a ellos, porque tenían plena conciencia de quien eran ellos y quien era Cristo su Señor.

            Hace unos años, cuando el Señor me llamó a trabajar en su viña, sentí la llamada y pensé que tenía que empezar por hacer algo, para responder a su llamada y entendí, que en mí había empezado a nacer un amor, porque la llamada era de amor y como el amor necesita intimidad, pensé que lo mejor era retirarme a un monasterio. Escogí el Monasterio franciscano de Guadalupe Extremadura, arregle una maleta, cogí el coche y hacia allí me fui. El pueblo era y es un antiguo pueblo extremeño, situado en un bello entorno de encinas, alcornoque y demás vegetación del quercus ibérico. Las calles del pueblo son estrechas  y a ambos lados lucen su antigüedad y belleza unas casas de dos o tres pisos como máximo, construidas la mayor parte de ellas con dos o tres siglos de antigüedad, tal como en otras épocas se construía.

            Las estrechas calles y en los alrededores estaban atestados de modernos autobuses de turistas que estaban visitando más el espléndido claustro del convento y las antiguas dependencias de este, que la iglesia del Monasterio. Entre directamente en la iglesia, había unas pocas personas, mirando los techos y pareces de la iglesia, el grueso del turismo, estaba en el claustro y tras orar brevemente ante el Santísimo, me fui a la sacristía, donde se encontraba un anciano padre franciscano, al que le expuse mis deseos de retirarme unos días, para poner mi alma en orden. El padre franciscano, me escuchó atentamente y luego con todo cariño y delicadeza me dijo: Hijo míos, tú te has equivocado de lugar. Pero no ves, que este lugar, que unos hombres lo levantaron para convertirlo en casa de Dios, otros vienen diariamente aquí y han convertido la casa de Dios en un casa de cultura. No ves, como aquí a los que vienen, solo les interesa ver el continente y valorarlo ignorando el contenido. Me dio entonces, la dirección de otro Monasterio franciscano y así empecé mis peregrinaciones de Monasterios en Monasterios, hasta que al me afinqué en un Desierto carmelitano, de los dos que quedan en España.

         Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

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