No en vano, el año de la Fe busca profundizar en el conocimiento y puesta en práctica de lo que creemos, lo que nos lleva a fijarnos un poco en nosotros mismos y preocuparnos por formarnos convenientemente.
Confieso que tengo todo el respeto por la explicación que ve en la parábola de la viña (Mateo 20,15) a la Iglesia universal, la viña de Cristo. Los sarmientos de los cristianos, el agricultor y padre de familia, el Padre celestial, el día sin ocaso o la vida del hombre, las horas, las edades del mundo o la persona humana, el lugar de la actividad humana misma.
Sin embargo, personalmente, me gusta considerar mi alma y también mi cuerpo, es decir, toda mi persona como una viña. No debo de abandonarla sino trabajarla, cultivarla para que no la ahoguen los brotes o raíces extraños, ni se vea agobiada por los propios brotes naturales. Tengo que podarla para que no se forme demasiada madera, cortarla para que dé más fruto. Sin falta tengo que rodearla de una valla para que no la pisoteen los viandantes y para que el jabalí no la devore. (cf Sal 79,14) Tengo que cultivarla con mucho cuidado para que el vino no degenere en algo extraño, incapaz de alegrar a Dios y a los hombres o incluso entristecerlos. Tengo que protegerla con mucha atención, para que el fruto que con tanto trabajo se cultiva, no sea robado furtivamente por los que en secreto devoran a los pobres (Hab 3,14). De la misma manera que el primer hombre recibió en el paraíso, su viña, la orden de trabajarla y de guardarla, yo tengo que cultivar mi viña (Gn 2,15). (Isaac de la Estrella (¿- c.1171), monje cisterciense. Sermón 16. La parábola de la viña)
Las parábolas esconden enseñanzas que pueden aplicadas a múltiples niveles de la realidad que vivimos. La parábola de la viña es aplicable a la comunidad cristiana y también a nosotros mismos. No debemos pensar que da lo mismo la calidad de la levadura o la capacidad de salar, de la sal. Es necesario que la levadura y la sal sean de calidad exquisita, para que allá donde estén, transformen mejor aquello que tocan.
Sin duda Dios es capaz de sacar hijos de Abraham de las piedras, pero siempre es mejor no tentar al Señor y permitirle que su Gracia entre en nosotros y nos transforme. Esta actitud de apertura y humildad es la que permite que el Señor nos tome en su regazo y nos ajuste para el trabajo que nos tiene encomendado.
El Año de la Fe es una oportunidad maravillosa para atender a nuestra formación. No deberíamos dejar pasar la ocasión que se nos presenta delante de nosotros.
Ojo, no se trata sólo de formarnos intelectualmente, que es necesario e importante; se trata de formarnos también emocional y espiritualmente. La Fe tiene aspectos emocionales que no deberíamos olvidar. Aprender a tener paciencia, tenacidad, humildad y caridad conlleva trabajar la viña interior, dejando que Dios la inunde y abone, con su Gracia y Palabra.
La fraternidad cristiana conlleva que todos y cada uno de nosotros estemos dispuestos a colaborar en todo aquello que podamos ser de utilidad. Esta labor de diaconía es fundamental para que las parroquias, grupos y movimientos se robustezcan se vivifiquen por la acción del Espíritu. La oración personal y comunitaria es otro campo donde trabajar con especial cuidado, ya que dará como resultado una mayor cercanía al Señor y una mejor vivencia sacramental.
Como dice Isaac de la Estrella “De la misma manera que el primer hombre recibió en el paraíso, su viña, la orden de trabajarla y de guardarla, yo tengo que cultivar mi viña” con la ayuda permanente e imprescindible de la Gracia de Dios.