Pero el siglo anterior no vio sólo a Luisa Picarreta honrada con tan desconcertante carisma, sino que también otras dos mujeres, Teresa Neumann y Marthe Robin, le acompañaron en tan viva manifestación del poder de Dios. De Teresa Neumann bien lo comprobó, entre otros, la comisión de investigación encargada por la diócesis de Ratisbona, que temerosa de su fama decidió someterla a vigilancia en 1927 para comprobar la certeza de ese extraño fenómeno del que se hablaba. O Marthe Robin, que si bien aquella radical parálisis le impedía siquiera ingerir agua, la Sagrada Forma se deslizaba por sí misma en su boca hasta su deglución, como vieran muchos testigos de sus comuniones.
Pero, ¿por qué quiso el Cielo que éste fuera su único alimento? Y ¿por qué durante tantos años y en estos tiempos? Ciertamente lo que entonces parecía innegable prueba de su santidad hoy se eleva como lección desconcertante y reiterada. Porque bastaron algunos años después del Concilio para que el terremoto de desacralización anegara la Iglesia y el mundo. Todo pareció objeto de discusión, de innovación. El mismo arte sacro cayó a los abismos de la fealdad y de la ausencia de trascendencia. El culto litúrgico se convirtió en experiencias innovadoras. La centralidad eucarística cedió su paso a un encuentro dialogante con el hombre del mundo. Y como una lógica conclusión el Señor de señores se encontró arrinconado en ocultos sagrarios. Cristo ya no era lo central, Cristo Eucaristía menos. Pero el Cielo bien se había cuidado antes de dejar marcados los palos que habrían de señalar el camino cuando las postreras inclemencias del tiempo desacralizado impidieran distinguir la senda del precipicio. Y esos palos eran, entre otros, estas tres místicas. Porque con ellas el Cielo mostraba el verdadero equipaje necesario para el arduo caminar, que no era otro que la Sagrada Eucaristía. Porque todo podría faltar, incluso el alimento material, pero teniendo la Eucaristía, se tendría todo.
Y no fueron necesarios grandes gestos. Bastaron pocos pero tenaces: como esas capillas del Santísimo, que retiraron al Señor del centro de las iglesias arrinconándolo en un lateral de las laterales capillas del Santísimo; o la reforma litúrgica de la Santa Misa, donde bajo el camuflaje de la innovación se dio un giro copernicano convirtiendo al hombre en centro de si mismo una vez retirado Dios de su centralidad; o la pérdida del sentido religioso de las festividades religiosas, donde muchas perdieron su cariz religioso hasta su desaparición -curiosamente las festividades eucarísticas fueron las que primero cayeron (lejanos quedan aquellos tres jueves que brillas más que el sol, especialmente el jueves del Corpus Christi)-; o la misma fealdad de la arquitectura y arte sacro, incapaz de mostrar la belleza de Dios.
No cabe duda que dificultado el acceso físico a la presencia real de Cristo en la Eucaristía pero curiosamente favorecida la comunión, sin grandes exigencias de respeto ni piedad, lo que se logró fue la desacralización. Se socializó el hecho religioso pero ya no había un Dios al que acercarse.
Entonces, cuando se pide abrirse a la acción del Espíritu Santo, cuando se pide no oponerse a la acción del Espíritu Santo, uno no puede dejar de ver como el Espíritu actúa llamándonos la atención a la radicalidad eucarística, a la centralidad eucarística, a la dignificación eucarística. Y cómo no se le quiere escuchar. Porque no se trata de rescatar liturgias periclitadas, sino como un nuevo recogimiento ante el único que salva (Yeshua, Dios-salva) y ante el que no hay más dignidad que permanecer de rodillas porque uno se sabe no digno.
Me acordé, entonces, de esas tres grandes almas eucarísticas. Quizá porque fue una de ellas, Marthe Robin, la que dijo a Dom Roy de Fontgombault, antes de la fundación del Instituto Cristo Rey Sumo Sacerdote, que de Gricigliano -el ahora seminario del Instituto- veía que en un futuro habrían de salir muchos sacerdotes a todas partes del mundo. Y hoy es eso una realidad. Realidad peculiar, porque buscando la fidelidad eucarística, la dignidad eucarística a través de las rúbricas que acompañaron a la Iglesia durante centurias, es Dios el que llama hacia sí y atrae. Como si no fuera tanto cuestión de kerygma sino de Presencia. De una Presencia ante la que uno, cayendo de rodillas, es poco a poco sanado y elevado.
Bien sabían de esto Luisa, Marthe y Rels (la pequeña Teresa Neumann), y bien quiso el Cielo mostrárnoslo con sus vidas. No para admirarlas por lo extraordinario de vivir de la sola Eucaristía, sino para percibir la fuerza de tan Divino manjar. Fuerza tal que sin salir de sus pequeños mundos (un cama para las dos primeras) fue el mismo mundo quien se esforzó por acudir a su lado, en busca de esa luz que sólo dan los verdaderos hijos del Cielo.
Pero al mismo tiempo hay en sus vidas una ingrata profecía oculta: que no tuvieron otra cosa más que la Eucaristía. Como advirtiéndonos que despreciada la Eucaristía, no nos quedará nada. Y esto, tan oculta evidencia, día a día la estamos constantando en estos tiempos de grave y profunda crisis en todos los órdenes. Como diciéndonos que hasta que el mismo Dios no sea el centro de la vida, social, eclesial y personal, no habrá de quedar nada.
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