Esta semana, el Papa Francisco ha dejado claro que el ejercicio de su pontificado no va a gustar, como presumían y preveían, a los sectores más heterodoxos de la Iglesia. Por un lado, el apoyo a la línea de trabajo señalada por el Papa Benedicto con respecto a las monjas norteamericanas, ha suscitado en éstas y en los católicos de izquierdas una primera señal de alarma y decepción. Por otro, en una de sus homilías diarias, se ha referido al Concilio Vaticano II usando la palabra "continuidad" al referirse a la relación con el Magisterio precedente de la Iglesia, exactamente la misma palabra que usara Benedicto XVI en el famoso discurso a la Curia de 2005, donde remarcó que el Concilio no puede leerse ni aplicarse en clave de ruptura con los veinte siglos anteriores.
Pero no son estas dos magníficas noticias las que quiero comentar, sino algo que puede pasar desapercibido para la mayoría y que me parece muy significativo. Un estudio sociológico hecho en Estados Unidos y la aportación de distintos datos procedentes de Inglaterra, demuestran que los cristianos -y especialmente los católicos- son más del doble de generosos que los que no tienen fe o que los que pertenecen a otras religiones. En algunos casos, esta generosidad se multiplica nada menos que por quince, como sucedió con la colecta realizada entre los ateos para ayudar a Haití y la llevada a cabo entre la minoría católica de Inglaterra.
¿Por qué considero esto importante? Porque en las últimas décadas se nos ha estado martilleando con una idea falsa que, a fuerza de insistir en ella, hasta la mayoría de los católicos ha terminado por aceptar como verdadera. Se ha dicho que para hacer el bien no hace falta tener fe y, en especial, no hace falta tener la fe católica. Se ha hablado reiteradamente de los ateos buenos y de que entre ellos se encuentra incluso más generosidad, solidaridad y sentimientos humanitarios que entre los creyentes. Pues bien, esto, con los datos científicos en la mano, es mentira. No digo que no haya ateos buenos, generosos y solidarios; afortunadamente, los hay. Lo que dicen los estudios sociológicos publicados en Estados Unidos es que son pocos, incluso que son muy pocos. La mayoría de los que no tienen motivaciones religiosas -y sobre todo cristianas- piensa exclusivamente en sí misma. Quizá se sientan tranquilizados en su conciencia -siempre subjetiva y siempre maleable al gusto de la propia conveniencia- por el hecho de votar a partidos "progresistas", que supuestamente hacen mucho por los necesitados. Quizá sea así, pero en lo que a ellos personalmente atañe, hacen muy poco. Esto, naturalmente, no va a gustar a los progresistas de toda la vida, a los ateos comecuras, pero las cifras están ahí y son incontestables.
Al final queda lo de siempre: que cada uno tiene el nivel de generosidad que tiene y que, desde ese nivel -a veces bajísimo- se puede subir a otro superior si hay una fuerza externa a ti que te motiva. Esa fuerza, para los creyentes en Jesucristo, es el amor de Dios. Esa es la mano que nos dice continuamente: levántate, sigue luchando, no te rindas, da más de lo que das. Y el que no tiene esa fe -probablemente sin culpa suya- se queda sólo con sus propias fuerzas, las que sean. Simplemente, está solo. Lo está, por supuesto, ante la muerte; pero antes de eso, lo está ante las mil circunstancias de la vida, incluidas la justicia, la generosidad y la misericordia.
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