(Publicado en Zenit)
A los que nos ha tocado la suerte de ser padres y de haber realizado unos estudios que nos capacitan, teóricamente, para impartir la enseñanza de determinadas áreas de conocimiento en un centro educativo, no se nos da automáticamente la habilidad de ayudar realmente a madurar a nuestros hijos y alumnos.
Se puede tener, o no, la disposición adecuada de ser padre o de ser docente. Pero eso no lo da, ni lo puede dar, la naturaleza ni los títulos. Tener vocación es algo mucho más serio y que no se puede tomar a la ligera. Ser colaboradores de Dios en la ayuda y formación de su obra más perfecta, el ser humano, no es ninguna tontería.
Por mucho que pensemos que los hijos y alumnos de hoy en día van formándose ellos solos con ayuda de sus amigos y ambiente, con el devenir de los años, con las distintas realidades y problemas que tienen que encarar y resolver, no es suficiente.
No basta, de parte de sus educadores, padres y docentes, ponerles delante una serie de contenidos para que ellos sean quiénes, a través de su esfuerzo y constancia, de su estudio y aprendizaje, consigan los frutos y las habilidades que les capacitan para afrontar con éxito las distintas situaciones de su vida.
La persona humana pide ser considerada en su dimensión relacional, en su necesidad de preguntarse acerca de las finalidades, de sentido último de lo que vive, de la trascendencia. No puede poner entre paréntesis, y mucho menos excluir, otros factores de la realidad que explican ésta y la dotan de sentido. El origen y la explicación de esta u otra fiesta o manifestación natural, artística o espiritual. Necesitamos conocer, saborear y disfrutar la realidad.
La posibilidad de ir madurando, por lo tanto, nos viene de ser capaces de asombrarnos, preguntarnos y reconocer la realidad como dotada de significado. No nos puede bastar vivir sin más sino interpretar adecuadamente lo que somos, hacemos y vivimos. Podemos estar inmersos en una experiencia pero perdidos, insatisfechos en el fondo, porque no somos protagonistas en una vivencia intensa.
Si queremos educar a hijos y alumnos hemos de considerar si optamos por un monólogo, un movimiento unidireccional, o algo totalmente distinto, dinámico y enriquecedor. Si tratamos a nuestros educandos como sujetos de premios y castigos, como si fueran animales, no nos extrañe que luego se comporten como tales, sin querer el bien por gustar del mismo.
Es preciso un riesgo educativo, el de la necesaria confrontación con la verdad y la experiencia. La mía también sí, como padre y como educador. No sólo se trata del acercamiento de alguien que posee una autoridad magisterial con otro que desea conocer, sino de un verdadero encuentro humano.
¿Quién cree ser un buen padre, educador e hijo? En una sociedad que anda carente de referencias estables, que pretende que los niños y adolescentes quemen etapas antes de tiempo, que toma la religión como un elemento extraño y aburrido, que prima la conectividad sobre el asombro y el interés sobre la gratitud,… sólo a través de un encuentro verdaderamente humano podremos ayudar, hacer crecer y madurar, nosotros, y, al mismo tiempo, a nuestros hijos y educandos.