A la mayoría de la gente le impacta mucho que el Papa use sus zapatos de siempre en lugar de usar los mocasines rojos, que son, por otro lado, símbolo de la disposición a derramar la sangre por Cristo. Para ellos, es más importante que viva en Santa Marta en lugar de en el apartamento pontificio que cualquier otra cosa. O que use un anillo de plata en lugar de uno de oro. Pero la misión de un Papa no es sólo la de emitir determinados gestos que le acerquen a la sensibilidad popular, tan castigada por los derroches y corrupciones de los poderosos -a los que ellos votan democráticamente, por cierto-. La misión de un Papa es gobernar a la Iglesia y los gestos son una parte, sólo una parte, de esa misión.

 Por eso, lo que ha hecho el Papa Francisco esta semana tiene una importancia extraordinaria, aunque para la mayoría -repito- pase desapercibido. Me refiero al discurso dirigido a la Pontificia Comisión Bíblica, en el que ha reiterado la enseñanza de la Iglesia sobre la interpretación de la Sagrada Escritura. La Palabra de Dios, fundamento de toda nuestra enseñanza, no se dio en al aire o a los ángeles, sino en una comunidad de creyentes y para los hombres, para los miembros de esa comunidad. Es esa comunidad que acoge el mensaje revelado la que lo interpreta correctamente. Y, por lo tanto, sólo siendo fiel a lo que esa misma comunidad ha interpretado durante los siglos -la llamada Tradición- y a lo que enseñan sus representantes, en especial el máximo de la Biblia. No se puede interpretar, pues, correctamente la Escritura al margen de la comunidad, de la historia y del Magisterio.

La cuestión es tan importante que eso, en esencia, fue lo que llevó a Lutero a separarse de la Iglesia y es lo que hace aún hoy a muchos sacerdotes católicos a enseñar una doctrina moral o dogmática diferente a la de la Iglesia. Además, que el Papa lo proclame abiertamente muy poco después de haber recibido al líder de los luteranos alemanes, en el marco del quinto centenario de Lutero, de la una importancia todavía mayor.

Podemos estar absolutamente tranquilos -por si acaso a alguno le quedaba alguna duda-. El Papa Francisco sabe lo que hace y lo que dice. Sus gestos sirven para que muchos católicos se sientan más próximos al vicario de Cristo y eso es muy bueno. Pero lo verdaderamente importante, su enseñanza, es tan fiel y firme como la que emitieron Juan Pablo II y Benedicto XVI. No podía ser de otra manera.

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